Translate

martes, 23 de diciembre de 2025

Cuando el agua se volvió más agua, cuando el cielo se volvió más cielo (cuento de Navidad)

 



A mis primos Juli, Juan y Ceci, con el amor de toda la vida


por Adrián Marcelo Ferrero


María se hamacaba sobre el borrico que, exhausto, cada tanto solicitaba agua, pasto o

bien un descanso de esa larga jornada de semanas. José hacía un alto al borde de las rutas y

lo proveía de algo de agua que llevaba en un odre o bien lo conducía hacia un arroyo

movedizo y deslizante, a la vera del camino. Debía administrar muy cuidadosamente la

bebida. Porque María, embarazada como estaba, solía pedirla, en toda su austeridad, unos

sorbos, apenas unos sorbos con los que humedecía sus labios y mojaba su lengua y su boca.

Era lógico, había que aliviarse de semejante viaje, del polvillo que de tanto en tanto el

viento arremolinaba y hacía que sus narices picaran como si inhalara pimienta o alguna

especia de Oriente.

María llevaba una túnica basta, que no obstante preciosamente rodeaba su cabeza y

envolvía su vientre promisorio. El bebé era santo, ella podía sentirlo. Segura de su

primordial misión, era consciente de su responsabilidad y ello la empapaba de optimismo.

Y también, por qué no decirlo, sabía que no sólo llevaba un bebé. Llevaba a alguien de

quien un arcángel había prometido una ímproba tarea. María pensaba, para sí, que también

para ella la misión sería delicada. Y estaba preocupada por cómo sería la vida de su hijo. La

imaginaba con tribulaciones. Pero la fe en la Buena Providencia ahuyentaba estos

pensamientos grises.

Lo cierto es que paso a paso, tranco a tranco, tumbo a tumbo, mientras el borrico era

acicateado cada tanto por el cayado de José, pudieron avistar las primeras antorchas de

Belén. De lejos parecía un lugar yermo, con pocas casas, desparramadas aquí y allá, sin

concierto. De tanto en tanto, una fogata inflamaba la mirada y permitía avistar, entre las

sombras, el contorno de la arquitectura de ese poblado, morada de ladrones, de santos y de

la chusma. A ese pueblo estaban predestinados.

Todo era inminencia y expectación. Le avisó a José y él se alarmó. Estaban cerca. Todo

estaba cerca. Ya casi a trescientos metros. José acicateó al borrico. No podía arriesgarse a

que la parición del bebé fuera a campo traviesa, sin luces, sin un techo, sin paños en los

cuales envolverlo, preservarlo de la intemperie. De los insectos y de los salteadores de

caminos.

Los cascos del borrico por fin se aceleraron. Eso serenó a María. José, en tanto, atendía

a todos los detalles. Que María estuviera reconfortada y a salvo de los movimientos bruscos

del animal y buscaba por todos los medios su bienestar. Algunas luciérnagas brillaban: eso

era buen augurio. La familia, apremiada por su designio, esperanzada, pese a los

imponderables marchaba en paz: una protección todopoderosa los mantenía a salvo tanto de

peligros como de amenazas.

José dejó a María en una calle empedrada, montada en el borrico. Ella tenía la

respiración agitada y tenía, ahora sí, miedo. No miedo por ella. Miedo por el bebé. José

golpeó la puerta de cada hostal. Lo rechazaban de todos los lugares, alegando que ya

estaban colmados de huéspedes. José explicaba que se trataba de un caso urgente, que

estaba por dar a luz su esposa. Nada dio resultado ni pudo persuadir a los dueños de las

casas para viajeros. Ninguno se conmovió, pese a los azotes en sus puertas y los gritos de

José. No sabían lo que hacían.


José, ya en el colmo de la desesperación, buscó un lugar resguardado de los vientos y

protegido al menos de la lluvia y los temporales. Encontraron un establo. Un lugar

miserable, lleno de bosta y orines de animales. Improvisó un lecho. Amontonó paja bajo el

techo, acomodó como pudo el lugar más limpio, donde la higiene fuese decente como para

una parición. Una ráfaga de aire puro refrescó el pesebre. Era un buen augurio. Señal de

que habría tiempo bueno pero no frío, calor pero no tórrido, frescura sin lluvias

torrenciales. La intemperie no sería peligro, pese a que sería crucial.

José preparó todo lo que no fuera hostil para una mujer a punto de dar a luz y para un

bebé recién nacido.

María ya se preparaba para el parto. El mundo empezó a girar en otro sentido, por

decirlo de algún modo. El epicentro de todo el universo cabía en ese establo, en esa mujer,

en ese vientre. La punta del compás del mundo tenía su centro en ese establo.

No habría comadronas, de manera que José, ignorándolo todo pero inspirado por el

aliento divino, por las fuerzas superiores, acostó a María sobre el heno y sobre una manta.

Ella empezó a agitarse. José se deshizo de la parte superior de su túnica, cortando la tela

con los dientes y las manos. La colocó debajo del vientre de María. El pesebre devino

palacio.

En el punto culminante, se produjo el paroxismo que habría de cambiar el curso de la

Humanidad para siempre. Un bebé, diminuto como una hoja de ciprés, un bebé anunciado

por la Providencia, cuyo nombre ya María sabía de antemano y por ello bautizarlo más

tarde no sería misión difícil, nació. Lentamente, como brotan tímidamente las primeras

gotas, vertiente que acaba de abrirse en una roca. Un delicado rocío mojó el mundo.

José estuvo a cargo de todo y depositó al bebé sobre el pecho de María, que lo cubrió

primero con su propia túnica y luego con un pañal. El universo, como cortado por una hoz

de un agricultor muy manso y muy bueno, y muy firme, se había partido en un antes y un

después, luego de ese preciso instante en el que ella sostenía a quien inmediatamente

pronunció las siguientes palabras:

“Jesús, aquí está tu madre”.

El bebé, como es de rigor, lloró ni bien se produjo el parto y se calmó instantáneamente

de la hostilidad del mundo al ser abrazado por su madre. Confiaba, desde muchos siglos

atrás, en ella.

José, emocionado, casi dijo, o, se dijo: “La misión está cumplida”. Él no sabía que una

frase parecida sería reproducida por un Jesús bañado en sudor y sangre, agónico, sobre

maderos, años más tarde.

Los animales en el pesebre parecían adorar a un ser tan pequeño pero tan poderoso al

mismo tiempo, que los acompañaba en esa noche, en que el cielo estrellado de Belén, había

sido testigo del acontecimiento más singular y más primordial del que se tuviera memoria.

En ese instante, pudo escucharse un aleteo poderoso, incandescente, enceguecedor, de

alas sobresalientes, y un canto sublime comenzó a ser entonado. Un grupo de ángeles se

acercó. Saludaron con grandes alabanzas al Mesías, a su Madre y a José, dando la

bienvenida al Salvador y a quienes habían por él velado.

Una luz inefable obnubilábalo todo, como fuego, como luna, como sol de noche. Había

cánticos, chispazos y felicidad. Todo el Cielo se regocijó.

En tanto María amamantaba por primera vez al bebé, los ángeles, dejando una estela

perlada y sublime, partieron como en una suerte de prodigiosa y divina bandada. Iban a

anunciarlo. A celebrarlo. A lo lejos, casi en lontananza, un grupo de pastores dormía

amodorrado en torno de una hoguera. Lentamente, una luz se cernió sobre ellos.


La luna se volvió más luna. El fuego más fuego. El viento más viento. Y el agua, ah, el

agua, mojó más el mundo, porque sabría, en un futuro cierto, sabría de bautismos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Cuando el agua se volvió más agua, cuando el cielo se volvió más cielo (cuento de Navidad)

  A mis primos Juli, Juan y Ceci, con el amor de toda la vida por Adrián Marcelo Ferrero María se hamacaba sobre el borrico que, exhausto, c...