A mis primos Juli, Juan y Ceci, con el amor de toda la vida
por Adrián Marcelo Ferrero
María se hamacaba sobre el borrico que, exhausto, cada tanto solicitaba agua, pasto o
bien un descanso de esa larga jornada de semanas. José hacía un alto al borde de las rutas y
lo proveía de algo de agua que llevaba en un odre o bien lo conducía hacia un arroyo
movedizo y deslizante, a la vera del camino. Debía administrar muy cuidadosamente la
bebida. Porque María, embarazada como estaba, solía pedirla, en toda su austeridad, unos
sorbos, apenas unos sorbos con los que humedecía sus labios y mojaba su lengua y su boca.
Era lógico, había que aliviarse de semejante viaje, del polvillo que de tanto en tanto el
viento arremolinaba y hacía que sus narices picaran como si inhalara pimienta o alguna
especia de Oriente.
María llevaba una túnica basta, que no obstante preciosamente rodeaba su cabeza y
envolvía su vientre promisorio. El bebé era santo, ella podía sentirlo. Segura de su
primordial misión, era consciente de su responsabilidad y ello la empapaba de optimismo.
Y también, por qué no decirlo, sabía que no sólo llevaba un bebé. Llevaba a alguien de
quien un arcángel había prometido una ímproba tarea. María pensaba, para sí, que también
para ella la misión sería delicada. Y estaba preocupada por cómo sería la vida de su hijo. La
imaginaba con tribulaciones. Pero la fe en la Buena Providencia ahuyentaba estos
pensamientos grises.
Lo cierto es que paso a paso, tranco a tranco, tumbo a tumbo, mientras el borrico era
acicateado cada tanto por el cayado de José, pudieron avistar las primeras antorchas de
Belén. De lejos parecía un lugar yermo, con pocas casas, desparramadas aquí y allá, sin
concierto. De tanto en tanto, una fogata inflamaba la mirada y permitía avistar, entre las
sombras, el contorno de la arquitectura de ese poblado, morada de ladrones, de santos y de
la chusma. A ese pueblo estaban predestinados.
Todo era inminencia y expectación. Le avisó a José y él se alarmó. Estaban cerca. Todo
estaba cerca. Ya casi a trescientos metros. José acicateó al borrico. No podía arriesgarse a
que la parición del bebé fuera a campo traviesa, sin luces, sin un techo, sin paños en los
cuales envolverlo, preservarlo de la intemperie. De los insectos y de los salteadores de
caminos.
Los cascos del borrico por fin se aceleraron. Eso serenó a María. José, en tanto, atendía
a todos los detalles. Que María estuviera reconfortada y a salvo de los movimientos bruscos
del animal y buscaba por todos los medios su bienestar. Algunas luciérnagas brillaban: eso
era buen augurio. La familia, apremiada por su designio, esperanzada, pese a los
imponderables marchaba en paz: una protección todopoderosa los mantenía a salvo tanto de
peligros como de amenazas.
José dejó a María en una calle empedrada, montada en el borrico. Ella tenía la
respiración agitada y tenía, ahora sí, miedo. No miedo por ella. Miedo por el bebé. José
golpeó la puerta de cada hostal. Lo rechazaban de todos los lugares, alegando que ya
estaban colmados de huéspedes. José explicaba que se trataba de un caso urgente, que
estaba por dar a luz su esposa. Nada dio resultado ni pudo persuadir a los dueños de las
casas para viajeros. Ninguno se conmovió, pese a los azotes en sus puertas y los gritos de
José. No sabían lo que hacían.
José, ya en el colmo de la desesperación, buscó un lugar resguardado de los vientos y
protegido al menos de la lluvia y los temporales. Encontraron un establo. Un lugar
miserable, lleno de bosta y orines de animales. Improvisó un lecho. Amontonó paja bajo el
techo, acomodó como pudo el lugar más limpio, donde la higiene fuese decente como para
una parición. Una ráfaga de aire puro refrescó el pesebre. Era un buen augurio. Señal de
que habría tiempo bueno pero no frío, calor pero no tórrido, frescura sin lluvias
torrenciales. La intemperie no sería peligro, pese a que sería crucial.
José preparó todo lo que no fuera hostil para una mujer a punto de dar a luz y para un
bebé recién nacido.
María ya se preparaba para el parto. El mundo empezó a girar en otro sentido, por
decirlo de algún modo. El epicentro de todo el universo cabía en ese establo, en esa mujer,
en ese vientre. La punta del compás del mundo tenía su centro en ese establo.
No habría comadronas, de manera que José, ignorándolo todo pero inspirado por el
aliento divino, por las fuerzas superiores, acostó a María sobre el heno y sobre una manta.
Ella empezó a agitarse. José se deshizo de la parte superior de su túnica, cortando la tela
con los dientes y las manos. La colocó debajo del vientre de María. El pesebre devino
palacio.
En el punto culminante, se produjo el paroxismo que habría de cambiar el curso de la
Humanidad para siempre. Un bebé, diminuto como una hoja de ciprés, un bebé anunciado
por la Providencia, cuyo nombre ya María sabía de antemano y por ello bautizarlo más
tarde no sería misión difícil, nació. Lentamente, como brotan tímidamente las primeras
gotas, vertiente que acaba de abrirse en una roca. Un delicado rocío mojó el mundo.
José estuvo a cargo de todo y depositó al bebé sobre el pecho de María, que lo cubrió
primero con su propia túnica y luego con un pañal. El universo, como cortado por una hoz
de un agricultor muy manso y muy bueno, y muy firme, se había partido en un antes y un
después, luego de ese preciso instante en el que ella sostenía a quien inmediatamente
pronunció las siguientes palabras:
“Jesús, aquí está tu madre”.
El bebé, como es de rigor, lloró ni bien se produjo el parto y se calmó instantáneamente
de la hostilidad del mundo al ser abrazado por su madre. Confiaba, desde muchos siglos
atrás, en ella.
José, emocionado, casi dijo, o, se dijo: “La misión está cumplida”. Él no sabía que una
frase parecida sería reproducida por un Jesús bañado en sudor y sangre, agónico, sobre
maderos, años más tarde.
Los animales en el pesebre parecían adorar a un ser tan pequeño pero tan poderoso al
mismo tiempo, que los acompañaba en esa noche, en que el cielo estrellado de Belén, había
sido testigo del acontecimiento más singular y más primordial del que se tuviera memoria.
En ese instante, pudo escucharse un aleteo poderoso, incandescente, enceguecedor, de
alas sobresalientes, y un canto sublime comenzó a ser entonado. Un grupo de ángeles se
acercó. Saludaron con grandes alabanzas al Mesías, a su Madre y a José, dando la
bienvenida al Salvador y a quienes habían por él velado.
Una luz inefable obnubilábalo todo, como fuego, como luna, como sol de noche. Había
cánticos, chispazos y felicidad. Todo el Cielo se regocijó.
En tanto María amamantaba por primera vez al bebé, los ángeles, dejando una estela
perlada y sublime, partieron como en una suerte de prodigiosa y divina bandada. Iban a
anunciarlo. A celebrarlo. A lo lejos, casi en lontananza, un grupo de pastores dormía
amodorrado en torno de una hoguera. Lentamente, una luz se cernió sobre ellos.
La luna se volvió más luna. El fuego más fuego. El viento más viento. Y el agua, ah, el
agua, mojó más el mundo, porque sabría, en un futuro cierto, sabría de bautismos.

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