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martes, 25 de febrero de 2025

Cruce de hoteles

  

Cruce de hoteles

por María Cristina Alonso

Un auto que venía por Cairo y doblaba hacia Biarritz estuvo a punto de pisar a Ana cuando bajó del taxi. Juntó la valija, el  bolso y la cartera para cruzar la calle y entrar en el hotel esa tarde de lluvia y viento. Había sumado la notebook a su equipaje con la idea de trabajar mientras estuviera de vacaciones. Había dicho a su familia y amigas que no se preocuparan si no se comunicaba con ellos en los grupos de Whatsapp. Iba a estar concentrada trabajando en los últimos capítulos de la novela que una pequeña editorial había aceptado publicarle.

El viento casi le arrebató la cartera cuando cruzó la calle, pero nada pudo ocultar el rumor del mar detrás del médano como una voz persistente, que llamaba por lo bajo, la vieja voz tan conocida.  El mar que soñaba cuando estaba tan lejos de él. El mar  que existía solo cuando ella llegaba a la costa cada verano por tres o cuatro días, no más. ¿Qué hace el mar cuando no lo miramos? había escrito en su diario de lecturas. No sabía si iba a ser el primer verso de un poema o el comienzo de uno de los capítulos de la novela que esperaba terminar.

Miró la fachada del hotel antes de entrar. Rodeado de edificios y nuevas construcciones, el Viejo Hotel Ostende mantenía su prestancia de más de un siglo evocando los tiempos pioneros, cuando lo rodeaban los médanos y el paisaje se concentraba en el mar y el viento, cuando esperaba, aún con arena en la entrada, a los viajeros que debían hacer incómodos viajes hasta llegar a él.

Le tocó una habitación pequeña, con dos camas, que daba a la calle. Instaló la computadora, guardó la ropa en el ropero y se miró en el espejo de la puerta. Había leído algo sobre la historia del hotel, pero se dijo que no la importunarían los fantasmas del pasado. Ellos  seguramente circularían por los pasillos invadidos por la vegetación de los patios internos. Eran fantasmas que parecían salirse del marco de los cuadros que atiborraban las paredes –la mayoría bañistas de principios del siglo XX con sus mallas cerradas y sus sombreros metidos hasta las orejas- que posaban conscientes de que el tiempo, como a todos, les jugaría una mala pasada. Tenía que concentrarse en el texto que venía escribiendo a los tropezones desde el invierno. Programó la jornada de trabajo. Después del desayuno escribiría hasta el mediodía y a la tarde se permitiría unas horas en la playa. El hotel tenía balneario propio por lo tanto no necesitaba llevar más que su bolso, el termo con agua caliente y el mate.



El mar rugía a lo lejos. Ella se puso a escuchar esa voz que se abría paso entre el viento y la lluvia. Los árboles se revolvían con furia detrás de su ventana. Quieta frente a la pantalla de la computadora, las palabras no aparecían o pugnaban por contar otra historia diferente de la que tenía en ese capítulo inconcluso  y que clamaba por un final.

La tarde avanzaba. Las palabras no salían, debía matar el tiempo hasta la hora de la cena. Se había inscripto en el primer turno -el de las ocho y media- y recién eran las cinco de la tarde. Salió al pasillo, el hotel era circular, y las ventanas  permitían ver los pasillos de enfrente, la enorme mandíbula de la ballena apoyada contra una pared, que una vez encalló en la playa, la escalera con caracoles en los pasamanos, clausurada por la lluvia.

Anduvo por los pasillos, miró desde arriba la pileta desierta esa tarde, el enorme jardín con árboles de ramas desgajadas por la tormenta. Se cruzó con una mujer de pelo blanco que le sonrió sin saludar, ayudó a bajar las escaleras a un hombre que caminaba con dificultad y se apoyaba en un bastón. Vio cómo una nena pequeña salía de una habitación con su madre apretando una muñeca.

El pasillo quedó desierto. Se sentó un rato en uno de los sillones viendo  la luz que se desintegraba sobre las paredes blancas. Después estuvo mirando las fotografías y los respaldos verdes de viejas camas que adornaban las paredes. El mar seguía hablando rumoroso. Nadie puede callar al mar, se dijo, cuenta y cuenta todas las historias si nos ponemos a escuchar. Sin embargo, ella necesitaba sus propias historias, el hilo de su texto que sucedía  muy lejos del mar. ¿Qué hace el mar cuando no lo vemos? Retomó la pregunta que  había escrito en la pantalla a su llegada.

El mar no hace nada, espera, se respondió mientras se vestía el buzo porque el viento se colaba por todos lados y le provocaba escalofríos. El mar muestra todas sus caras, siempre presente como un dios, como un demonio.

Al fondo del pasillo se abrió una puerta con estrépito. No apareció ningún huésped para cerrarla. ¿Sería una habitación vacía? La puerta abierta llamaba, casi gritaba, acallando a la lluvia y al mar.  Aunque esa tarde era una escritora sin ideas, seguía siendo una mujer curiosa. Sin dudarlo, consciente de que desertaba de la jornada de trabajo propuesta, se levantó del sillón de mimbre como un resorte y fue a curiosear.

Pasando el umbral comenzaba una escalera que se hundía en la oscuridad.  Ana llevaba en un bolsillo del short el teléfono y con él se fue alumbrando mientras descendía. Una nube de telarañas se le adhirió a la piel. Los escalones le parecieron infinitos pero al fin divisó una luz.


Un hombre revolvía papeles que sacaba de viejos baúles y maletas cubiertas de estampillas. Se alumbraba con una linterna a batería, de esas que usaban los cazadores para ver los pájaros en los árboles.

-Esto sí que no esperaba encontrar- dijo el hombre del bigotito fino mientras acercaba los papeles a sus ojos para descifrar la escritura abigarrada que poblaban los cuadernos de notas.

Levantó la cabeza para dirigirse al muchacho al que le había encomendado la limpieza del sótano. El chico tenía una cicatriz en la mejilla y unos ojos grises que brillaban en la oscuridad. En su chaqueta tenía bordado el nombre del hotel: Ritz París.

-Estos cuadernos fueron escritos por mi amigo Ernest Hemingway más de veinte años atrás, cuando era pobre, escribía artículos periodísticos para poder vivir, y decía ser feliz- dijo.

El empleado bajó la cabeza por cortesía para ver lo que le mostraba el inalcanzable Charles Ritz, que esa mañana había bajado al sótano de su hotel para supervisar la limpieza. Nada le decían al muchacho los nombres que su patrón leía en voz alta: Scott Fitzgerald, Sylvia Beach, Gertrude Stein.

Lo más extraño de todo era que Ana no se sorprendía con la escena, era como si estuviera viendo una vieja película que se desarrollaba con mucho realismo frente a sus ojos. El sonido del mar se escuchó nítido, el viento trajo con más fuerza el rumor de las olas deshaciéndose en la playa. La luz de la linterna se apagó. Algún tiempo después de esa escena, esos cuadernos viajarían hacia América para que Ernest Hemingway, declinante y enfermo, les diera forma a lo último que iba a escribir antes de pegarse un tiro en su casa de Ketchum  y que, después de su muerte, vería la luz con el título de París era una fiesta.

….

A las ocho y media entró en el salón comedor que no había variado en cien años. Los mismos muebles, las mismas mesas que aparecían en las fotografías antiguas, salvo algunos detalles que lo volvían acogedor: cuadros con tomas artísticas de la vajilla de época, cortinas floreadas, móviles con estrellas.

Dos chicas y un chico servían la comida. De a poco el enorme salón se fue llenando. La mayoría gente mayor. Matrimonios que hablaban en voz baja, un grupo de mujeres que parecían festejar algo y se reían a carcajadas, una abuela con su hija y su nieta. La nena había sentado dos osos de peluche junto a su plato.

Le sorprendió escuchar un tren a lo lejos. Era el rumor del mar lo que debía escucharse. Un tren que se pierde en la noche llevando mensajeros secretos, pensó, sin que ese pensamiento tuviera justificación alguna. El capítulo de la novela que escribía transcurría en una estación de pueblo, a la madrugada, con una mujer que bajaba del tren trayendo noticias de un escritor amigo del protagonista que se había exiliado en Uruguay. De ahí pensó ella que escuchaba ese tren incesante que atravesaba la noche y estaba cargado, de eso estaba segura, de desesperados.



El primer plato había sido una pequeña tarta de choclo que devoró en un instante. Fue sentarse a la mesa junto a la ventana para darse cuenta de que estaba muerta de hambre.

Cuando llegó el segundo plato, una merluza con puré de papas y berenjenas crocantes, un muchacho se sentó frente a ella sin pedir permiso. La luz de las lámparas pronunció la cicatriz que tenía en la mejilla.

-Primer día y ya se te abrió una puerta- le dijo con una sonrisa indescifrable.

Ella lo miró y reconoció al muchacho que hacía la limpieza en el sótano del Ritz sin saber qué contestar. Lo que había visto en ese sótano podría haber sido un sueño o su imaginación activada por un hotel del que todo el mundo hablaba por los huéspedes famosos que habían albergado en su vida centenaria.

-El tren que escuchás es el de la próxima- dijo y se levantó bruscamente,  se calzó la gorra de pana y se fue sin saludar.

Ella se quedó un rato  demorando el final de la tarta de ciruelas y el copo de helado casi derretido para no irse a dormir tan temprano. Miró el cielo por la ventana que se abría a la noche. Estaba despejado. La luna  alumbraba suavemente las enredaderas del exterior. Al fin decidió volver al cuarto.

En la oscuridad del pasillo una sombra se le vino encima y la empujó hacia el interior de la habitación contigua a la suya que estaba abierta.  Esta vez no había escaleras.

Ana sintió mucho frío cuando entró en la recepción del hotel. Una mujer cosía una bandera republicana. Era invierno. El viento soplaba y la humedad chorreaba por las paredes. Había un olor denso a encierro.

La mujer era Pauline Quintana, la dueña del hotel Bougnol-Quintana de Collioure, Francia. Su cara se ensombrecía cada vez que clavaba la aguja en la tela. Un hombre vestido de negro revisaba una caja con papeles.

-No estamos alojando a nadie en estos momentos- le dijo a Ana levantando la vista un instante para volver a los papeles- tenemos las habitaciones ocupadas. Ha muerto el poeta Antonio Machado.

Ana no dijo nada, sabía que era una espectadora en este cruce de hoteles que parecía proponerle el Viejo Hotel Ostende. Machado era uno de los poetas que más leía  con sus alumnos del profesorado de Lengua y Literatura donde daba clases. Sabía, sin pensarlo mucho, que era febrero de 1939, que Machado, su madre, el hermano José y su cuñada habían hecho un largo, extenuante viaje. De Madrid a Barcelona donde residieron un tiempo y, cuando el ejército franquista ocupó la ciudad, iniciaron el camino del exilio junto a miles de españoles que querían ponerse a salvo. Los caminos colapsados le obligaron a abandonar las valijas. Llegaron a la aduana francesa penosamente bajo la lluvia y el frío. Pasaron la noche en un vagón en una vía muerta. Arribaron en tren a Collioure y se hospedaron en el Hotel Bougnol-Quintana a dos cuadras del mar. Pauline les dio ropa, comida, protección. Antonio Machado se sentía muy enfermo. Le había dado una caja con tierra española a Pauline y le había pedido que si moría, lo enterraran con ella.

Estaba en el modesto hotel de Colliure. El poeta había muerto. La dueña cosía una bandera republicana para envolver el cuerpo. Afuera soplaba el viento. Entre los papeles que revisaba el hermano José había unos versos que hablaban de los días azules y del sol de la infancia.

Ana se acercó a la mujer y tocó la bandera, todavía le faltaba coser el paño violeta. Pauline la miró y volvió a enhebrar la aguja. Se escucharon unos pasos.

El muchacho de la cicatriz entró por la puerta de calle restregándose las manos. Se acercó a Ana y la empujó con fuerza al interior de un sótano. La puerta se cerró estrepitosamente. Al principio la envolvió la oscuridad pero lentamente, cuando acostumbró los ojos, vio una lejana claridad que le permitió orientarse entre viejos baúles, escobas apiladas, tachos de combustible y algunas ratas que pasaron furtivas entre sus piernas. Pero puerta, no había por ningún lado. Pensó que era su fin, no entendía cómo se había distorsionado la plácida estadía que había planeado en el hotel Ostende que una y otra vez mostraba sus misteriosos pasillos, la habitación que habitó Antoine de Saint Exupery durante dos temporadas, la amplia pileta, el balneario con el bar con vista al mar en el Instagram, la escultura de Felicitas Guerrero junto al piano, el verde rabioso que lo invadía todo.

El polvo que se desprendía de todo lo que tocaba le irritaba la garganta. Tuvo miedo. ¿Estaría en un universo paralelo? Parecía que su cabeza inventaba cualquier cosa para no volver a la novela que estaba escribiendo y en la que se había propuesto avanzar.

Un fuerte viento abrió una puerta que Ana no había visto y salió, como si nada hubiera pasado, al pasillo de la planta baja donde estaba su habitación. Se  sacudió el pantalón blanco manchado de polvo y lleno de telarañas y se dijo que por esa noche mejor se iba a dormir.


…..

Despertó con un sol radiante. Planeó una mañana dedicada a caminar por la playa y a tomar sol. Desayunó leyendo el diario en el celular. Todas, como siempre, eran malas noticias. Subió a la habitación para lavarse los dientes y preparar el bolso para el día de playa.

La carpa que le habían asignado era la primera frente al mar, así que podía ver cómo las olas rompían una y otra vez desintegrándose en la playa. Mirar el mar la tranquilizaba, era una visión hipnótica pero, a la vez reparadora. Al diablo la rutina programada. Ana decidió que sólo iba a bañarse en el mar, a caminar por la playa y a leer el par de novelas que había acarreado.

De la carpa contigua le llegaron fragmentos de la conversación de una pareja de mediana edad. Ana paró la oreja. Le encantaba escuchar conversaciones ajenas.

-¿Suicidio o asesinato? –preguntó el hombre. Ana lo miró de refilón, estaba sentado afuera de la carpa. Era apuesto, tenía una sonrisa amplia y se protegía con un sombrero Panamá.

-Asesinato, desde luego- respondió ella detrás de unos anteojos oscuros con marco de carey –esto que vamos a escribir es una novela policial.

-Pobre doctor Humberto Huberman –dijo él reprimiendo una carcajada. Me lo imagino llegando al balneario con todas las complicaciones que eso significa. Al bajar del tren cree que ya lo están esperando y no se imagina que tendrá que llegar al hotel en un viejo Rickenbacker cargado con las jaulas de las gallinas.

-Me gusta- dice ella introduciendo los pies en la arena hasta ocultarlos- que la novela transcurra en un hotel. Es un escenario perfecto para un crimen. 

-Pero no de aquí, de Mar del Plata. El perfecto hotel es aquel en el que estuvimos hace dos años, el hotel Ostende. Con la tormenta de arena y la ballena pudriéndose en la playa.

Los dos se rieron. Ana se dijo que esos dos estaban imitando a los autores de Los que aman odian, una novela policial que Bioy Casares y Silvina Ocampo escribieron en 1946. Deben ser actores y están repasando letra.

De la nada se levantó un viento que amenazaba volar las sillas de plástico y se embolsaba en las lonas de las carpas. La arena la encegueció, lo último que vio fue al muchacho de la cicatriz que la merodeaba. Después arreció la tormenta.

-Agárrese fuerte que se va a volar- le dijo y desapareció detrás de un médano.

 Ana apenas alcanzó a agarrar el bolso antes de emprender el regreso. Pero el viento la hizo caer y perdió la noción de dónde estaba el balneario. Caminó a ciegas, le pareció que en círculos. Todo era un extenso arenal inundado de cangrejos. El viento aullaba tanto como el mar embravecido. En un momento de calma, Ana vio el cadáver de una ballena y sintió el fuerte olor a putrefacción.

El bar del balneario no existía, como ninguna de las construcciones que había visto al salir del hotel. Sólo el hotel Ostende casi sepultado en la arena que aparecía y desaparecía en la tormenta. Se cruzó con un hombre con una boina metida hasta los ojos, antiparras, un saco de guardiamarina y una bufanda tejida a mano. Caminaba agachado, perdido, desesperado. Como el Humberto Huberman de la novela asoció Ana.

A tientas, Ana sintió que deambulaba en un mundo vacío, hecho de arena y viento. La arena ardía en la cara. Trató de avanzar con los ojos entrecerrados, medio agachada, arrastrando el bolso. Gritó sabiendo que no había nadie cerca. Se dijo que lo más conveniente sería quedarse junto a unas matas hasta que pasara la tormenta.  Al fin el viento amainó. Vio la playa, el mar agitado. Sintió que lo peor había pasado.



Exhausta, casi temblando, cubierta de arena, encontró la escalera que conducía al bar del balneario. La subió aparentando cierta dignidad. Las mesas estaban ocupadas por veraneantes que tomaban gaseosas y sándwiches como en un día normal.

Decidió regresar al hotel. Ya no tenía ganas de tomar sol ni de hacer caminatas. Se sentía  herida y débil. Pensó en una ducha caliente, en tirarse en la cama para dormir. La puerta del hotel estaba cerrada. Las persianas de todas las habitaciones bajas. La puerta de la verja con candado.

-Como siempre el Viejo Hotel cierra en marzo hasta la próxima temporada-dijeron unas mujeres al pasar junto a Ana.

María Cristina Alonso

Febrero de 2025

 

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