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lunes, 12 de septiembre de 2022

Marcas de lectura

 



por María Cristina Alonso


El futuro tecnológico nos augura un mundo sin libros de papel, bibliotecas enteras albergadas en dispositivos digitales con pantalla y memoria que permiten lecturas prolongadas y llevar, por ejemplo, todos los tomos de la Enciclopedia Británica o todas las novelas y textos que ocuparían innumerables estantes en un aparato pequeño que pesa no más de 250 gramos. Estas maravillas también tienen su contrapartida, en breve tiempo se convertirán en basura tecnológica mientras que, los libros de papel siguen siendo, como lo asegura Anderson Imbert en su cuento Cassette, un asombroso invento. En este relato escrito en 1982, que transcurre en 2113, Blas, jugando con un aparato tecnológico -un cassette que lo distrae con imágenes y sonidos y que le permite conversar con colonos de Marte ya que la comunicación es únicamente oral- reinventa el libro.


El niño imagina un nuevo dispositivo absolutamente revolucionario, que se encienda con la mirada y permita seguir su desarrollo hacia adelante y hacia atrás y saltear los pasajes fatigosos, escrito en un código de signos que transcribieran vocablos, palabras impresas en láminas cosidas. Sin querer, en la soledad de su penitencia, Blas está inventando el libro, el dispositivo de almacenamiento como lo hemos conocido desde Gutenberg hasta hoy.

Aunque con el Kindle se puede subrayar, citar y comentar, lo que no recogerán los libros electrónicos son los rastros que el lector deja sobre las páginas.

Los libros de papel permiten diálogos entre lectores de épocas distintas. La literatura me ha permitido cruzar a mi tía abuela María -una dama que, a principios del siglo XX leía Ecos de las montañas, de Juan de Zorrilla, en una edición ilustrada por Gustavo Doré, sobre un sillón de gobelinos- con Osvaldo Soriano, el de Triste, solitario y final, trajinando Los Ángeles, sin plata y muerto de frío, justo en el momento en que encuentra a Philip Marlowe junto a la tumba de Stan Laurel.

Mi tía abuela me dejó una biblioteca que leí con pasión durante la adolescencia. Era la biblioteca de La Nación de 1909, con volúmenes encuadernados en tela, compuesta de clásicos como Don Quijote o Robinson Crusoe y de los best sellers de la época, como La cabaña del tío Tom o María, de Jorge Isaac. En esas novelas aprendí a amar a los personajes de ficción y, cuando las miro alineadas en el mueble con el que se las vendía, veo departir amigablemente a Sherlok Homes con el Abat Prevost, a David Copperfield con Bernardin de Saint Pierre, el que escribió Pablo y Virginia, que –a la distancia- me devuelve playas desoladas y un tierno amor adolescente. En todos los libros María, mi tía abuela, estampó su nombre, como si con su nombre y apellido, que también es el mío, me hubiera dejado un mensaje, una posta. Seguí vos, leo en la tinta invisible. Y yo seguí. Leí toda mi vida y encontré de todo. Libros que dejé en la primera página porque tal vez no me estaban destinados -o que aún están a la espera- y otros que devoré con desesperación de náufrago, porque no es otra cosa la literatura que un remar en un mar de palabras con la exasperación de quien tiene que llegar inevitablemente a una cita. Y siempre fue así, si llegué a tiempo a la cita con la literatura fue porque muchos de los libros de mi biblioteca, la que armé a lo largo de la vida, están llenos de citas, de subrayados, de dedicatorias. A través de esas marcas que sólo pueden hacerse para que las descifren otros sobre papel y con lápiz, he andado y desandado mi camino lector, construido mis lecturas y relecturas.

Esas marcas son mapas que quedan para el próximo lector y que dibujan una geografía donde hay islas con arrecifes de coral como la de Stevenson (La isla del tesoro), donde Mansilla tiene largos conciliábulos con los ranqueles (Una excursión a los indios ranqueles), donde la Maga encuentra a Oliveira en un puente de París (Rayuela, de Julio Cortázar) , donde Dahlman viaja al sur (El sur, de Borges), y los tártaros al fin llegan a la fortaleza Bastiani (El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti), una biblioteca que ocupa casi todos los espacios de mi casa y que no deja de hablar, incesantemente.


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