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viernes, 7 de mayo de 2021

El día que los naipes se fueron todos al mazo

 



Por Adrián Ferrero

 

     Ese fue el día en que hubo barullo entre los naipes. La sota de bastos había estado discutiendo con el caballo de espadas, porque él había empezado a  provocarla. Le había arrebatado su porción de pollo al verdeo en el almuerzo. Y  como buen bribón, luego de una pelea pampa le clavó por la espalda, encima, el buen traidor, la punta de su espada. Le dejó una herida, no demasiado grave, pero sí lo suficientemente dolorosa y punzante como para que le saliera sangre.   

     La sota de bastos, herida (también en su orgullo), debió pedir auxilio al caballo de bastos, su primo hermano quien le dio los primeros auxilios. Fueron a un lugar de la caja de naipes específico. Es el lugar consagrado a sanar las heridas. De amor, de pena y las lastimaduras en el cuerpo. El caballo de bastos puso bastante desinfectante en gel en los antebrazos y en las manos. La curó con agua oxigenada. La vendó. Y así, envuelta, toda dura como una momia, la sota de bastos salió de la caja junto con su primo. Ahora, para tomar baños de inmersión, correr carreras de embolsado, jugar a la rayuela o simplemente hacer gimnasia, tendría que esperar mucho. No digamos para que alguien iniciara una partida de truco.

     La sota de bastos acudió al rey de oros, que era quien iluminaba el reino de los naipes y la caja, con esos ojazos color sol, miel y diamante, que encandilaban, si uno se acercaba demasiado, pero a una distancia prudente le daba calorcito. Le contó lo que estaba sucediendo. Y le dijo al rey de oros: “Si será ladino, si será tramposo este caballo de espadas. Así, armado, cualquiera se hace el valiente. Además, uno nunca puede comparar un basto con una espada. La espada tiene un filo aguzado, tiene punta, tiene una vaina. En fin, corre con ventajas por donde se lo mire”, le dijo la sota de bastos. El rey de oros, la miró con esos ojazos de los que emanaba tanta claridad, hizo silencio, puso el índice sobre los labios, y les dijo a la sota y al resto de los naipes que tenía que meditar. Que al día siguiente tomaría la decisión de lo que haría con el caballo de espadas. Si un castigo, una penitencia, o si directamente le ordenaba el ostracismo. El ostracismo consiste en cuando un rey expulsa de su reino a un naipe. Es lo peor de lo peor que le puede suceder a alguien. Sea naipe, persona o animal. Perder su lugar en el mundo. Andar deambulando por aquí y por allí. Haber perdido a sus hermanos y haber perdido la partida. Haber perdido la dignidad también. Porque en verdad lo que había perdido el caballo de espadas era la confianza del resto de los naipes.

      La sota de bastos se dijo que esto no podía quedar así. Un día de estos, iba a llamar a todos los aliados. Iba a solicitar justicia si el rey de oros no se la daba, por lo que le había hecho el caballo de espadas. Iba a llamar a una asamblea general de naipes, además del veredicto del rey de oros, para que de común acuerdo le hicieran el vacío, se apartaran del caballo de naipes como si tuviera mal aliento por no lavarse los dientes desde hacía siete meses.

    Al día siguiente el rey de oros, rey de todos los reyes del mazo, irrumpió en el mundo, con sus ojazos todos chispeantes y decidió que iba a hablar con el caballo de espadas. Hasta que se lo dijo. El caballo de espadas quedó paralizado. No sabía para dónde patear (¿o sería el caballo que no sabía para dónde dar coces?).  Lo cierto es que el caballo de espadas dijo que él no sabía muy bien por qué había actuado así. Que él no era ni malo ni dañino. Pero que en ocasiones jugar con espadas es jugar con fuego. El rey de oros lo miró como diciendo:”¿A mí con estos chistes, con esas excusas?”. El caballo de espadas, al ver la cara del rey de oros, no pudo sino confesar que sí, que había cometido una mala acción, que en realidad envidiaba a la sota porque no bajar del caballo para dar largas caminatas le provocaba dolores en el cuerpo. Sentía envidia por la sota porque todos la querían. El caballo de espadas no toleraba que a la sota de bastos, claro, inferior en el escalafón de los naipes, se le tuviera mayor afecto que a él, montado en su corcel blanco y púrpura. Con su traje elegante y su espada de lujo. Su manto azul que contrastaba con el blanco del papel brillante. Y esa espada que lanzaba chispas (¡se atrevería hasta a compararse con la máxima autoridad de los naipes! Si sería soberbio). Por otra parte, la sota de bastos, como dije, inferior, era tan, tan querida que el caballo de espadas sentía una profunda envidia porque él era el que quería ser el querido. El más querido de todo el mazo. Él quería que todas las miradas estuvieran puestas en él. Es que a este caballo de espadas no le faltaba un solo defecto. Era profundamente narcisista. Se aprovechaba de otros naipes con armas de menor poder. Era vanidoso. Era ambicioso. Y era violento. Y era destructivo. ¿Me quieren decir quién puede llegar a querer a alguien así? ¿cómo alguien puede apreciar a un naipe con ese carácter? Si llegaba a tener alguna virtud, estaba bien escondida. Más bien necesitaba unas cuantas lecciones de transparencia, bondad, generosidad y ser más solidario con el gran gremio de los naipes, el resto de los habitantes de la cajita de cartas de cartón plastificado. Pero ahora el caballo de espadas estaba más perdido que perro en cancha de bochas.



     Finalmente, decidió irse al mazo. No por miedo, sino porque se dio cuenta de que por donde se lo mirara, llevaba las de perder. Se fue a meditar,  que buena falta le hacía. La sota era una carta educada, tenía modales, no era agresiva (por más que tuviera un trozo de madera para golpear, lo no hacía jamás). Claro que la madera se puede usar para comer carne asada, para calentar un hogar en invierno, para una locomotora que anda a leña, para construir una cabaña, para usar de bastón (¿por qué no si uno la daba vuelta, un viejito que no tiene estabilidad no podía acudir a ella?). Entonces la sota de bastos pensó que lo mejor era hacer las paces. La sota de bastos no era rencorosa, tenía buen corazón, tenía buenos sentimientos (por eso era tan querida) y no le hubiera gustado que al caballo de espadas lo condenaran a andar de acá para allá como un perro cimarrón, de esos perros salvajes que no tienen amo, que comen de la basura o atacan a otros animales o personas, o bien estuviera condenada a vivir en otra caja nueva de naipes, ajena, que no fuera la suya, en la que estuviera de más, sobrara porque ya había un caballo de espadas y él fuera un caballo de espadas suplente. Que nadie le diera bolilla. Si el caballo de espadas, armado hasta los dientes, elegante en su montura, capturaba las miradas de todas las reinas y todas las damas de la corte, en las justas y las carreras entre caballeros, la sota de bastos, más humilde, con sus virtudes únicamente como atractivo, en cambio, conquistaba a la gente por su sobriedad y porque no pretendía agredir ni agraviar a nadie.

     La sota de bastos no era envidiosa. Era una carta feliz, plena. Le gustaba su basto. Le gustaba de vez en cuando visitar a sus primos, el rey de copas, primo mayor. Y luego el caballo de copas y el resto de los naipes de basto. De vez en cuanto raspaba su basto para sacarle el polvo o bien para evitar que se llenara de verdín, esa sustancia que es un hongo (tengo entendido) que suele atacar a veces a la madera. Y hay que limpiarla a costa de mucho esfuerzo. Un día estaba en el mazo, algo la despertó (¿el canto de una alondra? ¿de una ruiseñar? dos pájaros cantarines si los hay) y decidió que era el momento de hacer las paces con el caballo de espadas. Que aún no había sido castigado con el ostracismo por el rey de oros (se había tomado otra pausa antes de decidir). El rey seguía reflexionando acerca de su decisión, porque era un tema de suma importancia. Todo estaba en una pausa en el mundo. Todo estaba paralizado. Salvo la sota de bastos. Entonces la sota de bastos cocinó un rico bizcochuelo de vainilla. Lo cubrió todo de almíbar y crema, le agregó frutillas y se quedó satisfecha con su postre. Era muy temprano en la caja de cartas. Todos dormían como lirones. La sota de bastos dejó a un lado su basto, como para que quedara en claro que ella estaba en son de paz. No quería ni amenazar a nadie. Ni menos aún ser vengativa. Lo despertó suavemente al caballo de espada. Soplándole una oreja. Como no se despertaba le tocó de ese sombrero un poco ridículo que tienen los naipes pero que a ellos les parece perfectamente sobrio, que las sotas no se sacan ni para dormir. Y el caballo de espadas, medio somnoliento, bostezó, se levantó, se desperezó. Se lavó la cara. Se cepilló los dicentes. Hasta que se acercó a ver qué quería la sota de bastos. Algo malo se olía. No. En realidad algo rico se olía. Era el aroma de la torta de crema con frutillas y almíbar. Todavía estaba fresca la fragancia del bizcochuelo en el horno. Brindaron con leche merengada, una leche riquísima, llena de espuma. Y le agregaron chocolate batido. Y a continuación se dieron la mano. El caballo de espadas se sacó la espada en son de paz, de confianza, de lealtad. Se escuchó el: “Chin-chin”. Y los que habían estado tan enemistados, víctima y agresor, empezaron una amistad con una buena porción de bizcochuelo. Mientras el rey sol salía del mazo. Y de pronto la mañana irrumpió en millones de colibríes que no dejaban de refulgir en miríadas de cantos. Quizás porque ese día, las amenazas y los rencores se habían retirado de la caja del mazo. Y habían dado lugar a las buenas jugadas. El resto de los naipes, se fueron despertando, hicieron lo mismo que el caballo de espadas. De  pronto, hubo una pila de bastos, oros, espadas  y copas. Todos se desprendieron de sus partes más importantes. Era un día festivo. Y cuando vieron la torta estallaron de emoción. ¿qué podían hacer? Como mínimo pedir una cremosa porción.

     El rey de oros se dio cuenta de que no tenía nada que resolver entre dos naipes enemistados que estaban brindando. Y, más que nunca, iluminó la torta. La frutilla, del centro, se los puedo asegurar, se iluminó más que nunca.

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