Por Adrián Ferrero
Ese fue el día en que hubo barullo entre los naipes. La sota de bastos había
estado discutiendo con el caballo de espadas, porque él había empezado a provocarla. Le había arrebatado su porción de
pollo al verdeo en el almuerzo. Y como
buen bribón, luego de una pelea pampa le clavó por la espalda, encima, el buen
traidor, la punta de su espada. Le dejó una herida, no demasiado grave, pero sí
lo suficientemente dolorosa y punzante como para que le saliera sangre.
La sota de bastos, herida (también en su orgullo), debió pedir auxilio al
caballo de bastos, su primo hermano quien le dio los primeros auxilios. Fueron
a un lugar de la caja de naipes específico. Es el lugar consagrado a sanar las
heridas. De amor, de pena y las lastimaduras en el cuerpo. El caballo de bastos
puso bastante desinfectante en gel en los antebrazos y en las manos. La curó
con agua oxigenada. La vendó. Y así, envuelta, toda dura como una momia, la
sota de bastos salió de la caja junto con su primo. Ahora, para tomar baños de
inmersión, correr carreras de embolsado, jugar a la rayuela o simplemente hacer
gimnasia, tendría que esperar mucho. No digamos para que alguien iniciara una
partida de truco.
La sota de bastos acudió al rey de oros, que era quien iluminaba el reino
de los naipes y la caja, con esos ojazos color sol, miel y diamante, que encandilaban,
si uno se acercaba demasiado, pero a una distancia prudente le daba calorcito.
Le contó lo que estaba sucediendo. Y le dijo al rey de oros: “Si será ladino,
si será tramposo este caballo de espadas. Así, armado, cualquiera se hace el valiente.
Además, uno nunca puede comparar un basto con una espada. La espada tiene un
filo aguzado, tiene punta, tiene una vaina. En fin, corre con ventajas por
donde se lo mire”, le dijo la sota de bastos. El rey de oros, la miró con esos ojazos
de los que emanaba tanta claridad, hizo silencio, puso el índice sobre los
labios, y les dijo a la sota y al resto de los naipes que tenía que meditar.
Que al día siguiente tomaría la decisión de lo que haría con el caballo de
espadas. Si un castigo, una penitencia, o si directamente le ordenaba el ostracismo.
El ostracismo consiste en cuando un rey expulsa de su reino a un naipe. Es lo
peor de lo peor que le puede suceder a alguien. Sea naipe, persona o animal. Perder
su lugar en el mundo. Andar deambulando por aquí y por allí. Haber perdido a
sus hermanos y haber perdido la partida. Haber perdido la dignidad también. Porque
en verdad lo que había perdido el caballo de espadas era la confianza del resto
de los naipes.
La sota de bastos se dijo que esto no podía quedar así. Un día de estos,
iba a llamar a todos los aliados. Iba a solicitar justicia si el rey de oros no
se la daba, por lo que le había hecho el caballo de espadas. Iba a llamar a una
asamblea general de naipes, además del veredicto del rey de oros, para que de
común acuerdo le hicieran el vacío, se apartaran del caballo de naipes como si
tuviera mal aliento por no lavarse los dientes desde hacía siete meses.
Al día siguiente el rey de oros, rey de todos los reyes del mazo,
irrumpió en el mundo, con sus ojazos todos chispeantes y decidió que iba a
hablar con el caballo de espadas. Hasta que se lo dijo. El caballo de espadas
quedó paralizado. No sabía para dónde patear (¿o sería el caballo que no sabía
para dónde dar coces?). Lo cierto es que
el caballo de espadas dijo que él no sabía muy bien por qué había actuado así.
Que él no era ni malo ni dañino. Pero que en ocasiones jugar con espadas es
jugar con fuego. El rey de oros lo miró como diciendo:”¿A mí con estos chistes,
con esas excusas?”. El caballo de espadas, al ver la cara del rey de oros, no
pudo sino confesar que sí, que había cometido una mala acción, que en realidad envidiaba
a la sota porque no bajar del caballo para dar largas caminatas le provocaba
dolores en el cuerpo. Sentía envidia por la sota porque todos la querían. El
caballo de espadas no toleraba que a la sota de bastos, claro, inferior en el
escalafón de los naipes, se le tuviera mayor afecto que a él, montado en su
corcel blanco y púrpura. Con su traje elegante y su espada de lujo. Su manto
azul que contrastaba con el blanco del papel brillante. Y esa espada que lanzaba
chispas (¡se atrevería hasta a compararse con la máxima autoridad de los
naipes! Si sería soberbio). Por otra parte, la sota de bastos, como dije,
inferior, era tan, tan querida que el caballo de espadas sentía una profunda
envidia porque él era el que quería ser el querido. El más querido de todo el
mazo. Él quería que todas las miradas estuvieran puestas en él. Es que a este
caballo de espadas no le faltaba un solo defecto. Era profundamente narcisista.
Se aprovechaba de otros naipes con armas de menor poder. Era vanidoso. Era
ambicioso. Y era violento. Y era destructivo. ¿Me quieren decir quién puede
llegar a querer a alguien así? ¿cómo alguien puede apreciar a un naipe con ese
carácter? Si llegaba a tener alguna virtud, estaba bien escondida. Más bien
necesitaba unas cuantas lecciones de transparencia, bondad, generosidad y ser
más solidario con el gran gremio de los naipes, el resto de los habitantes de
la cajita de cartas de cartón plastificado. Pero ahora el caballo de espadas estaba
más perdido que perro en cancha de bochas.
Finalmente, decidió irse al mazo. No por miedo, sino porque se dio cuenta
de que por donde se lo mirara, llevaba las de perder. Se fue a meditar, que buena falta le hacía. La sota era una
carta educada, tenía modales, no era agresiva (por más que tuviera un trozo de
madera para golpear, lo no hacía jamás). Claro que la madera se puede usar para
comer carne asada, para calentar un hogar en invierno, para una locomotora que
anda a leña, para construir una cabaña, para usar de bastón (¿por qué no si uno
la daba vuelta, un viejito que no tiene estabilidad no podía acudir a ella?).
Entonces la sota de bastos pensó que lo mejor era hacer las paces. La sota de
bastos no era rencorosa, tenía buen corazón, tenía buenos sentimientos (por eso
era tan querida) y no le hubiera gustado que al caballo de espadas lo
condenaran a andar de acá para allá como un perro cimarrón, de esos perros salvajes
que no tienen amo, que comen de la basura o atacan a otros animales o personas,
o bien estuviera condenada a vivir en otra caja nueva de naipes, ajena, que no
fuera la suya, en la que estuviera de más, sobrara porque ya había un caballo
de espadas y él fuera un caballo de espadas suplente. Que nadie le diera
bolilla. Si el caballo de espadas, armado hasta los dientes, elegante en su
montura, capturaba las miradas de todas las reinas y todas las damas de la
corte, en las justas y las carreras entre caballeros, la sota de bastos, más
humilde, con sus virtudes únicamente como atractivo, en cambio, conquistaba a
la gente por su sobriedad y porque no pretendía agredir ni agraviar a nadie.
La sota de bastos no era envidiosa. Era una carta feliz, plena. Le
gustaba su basto. Le gustaba de vez en cuando visitar a sus primos, el rey de
copas, primo mayor. Y luego el caballo de copas y el resto de los naipes de
basto. De vez en cuanto raspaba su basto para sacarle el polvo o bien para
evitar que se llenara de verdín, esa sustancia que es un hongo (tengo
entendido) que suele atacar a veces a la madera. Y hay que limpiarla a costa de
mucho esfuerzo. Un día estaba en el mazo, algo la despertó (¿el canto de una
alondra? ¿de una ruiseñar? dos pájaros cantarines si los hay) y decidió que era
el momento de hacer las paces con el caballo de espadas. Que aún no había sido
castigado con el ostracismo por el rey de oros (se había tomado otra pausa
antes de decidir). El rey seguía reflexionando acerca de su decisión, porque
era un tema de suma importancia. Todo estaba en una pausa en el mundo. Todo
estaba paralizado. Salvo la sota de bastos. Entonces la sota de bastos cocinó
un rico bizcochuelo de vainilla. Lo cubrió todo de almíbar y crema, le agregó
frutillas y se quedó satisfecha con su postre. Era muy temprano en la caja de
cartas. Todos dormían como lirones. La sota de bastos dejó a un lado su basto,
como para que quedara en claro que ella estaba en son de paz. No quería ni amenazar
a nadie. Ni menos aún ser vengativa. Lo despertó suavemente al caballo de
espada. Soplándole una oreja. Como no se despertaba le tocó de ese sombrero un
poco ridículo que tienen los naipes pero que a ellos les parece perfectamente sobrio,
que las sotas no se sacan ni para dormir. Y el caballo de espadas, medio
somnoliento, bostezó, se levantó, se desperezó. Se lavó la cara. Se cepilló los
dicentes. Hasta que se acercó a ver qué quería la sota de bastos. Algo malo se
olía. No. En realidad algo rico se olía. Era el aroma de la torta de crema con
frutillas y almíbar. Todavía estaba fresca la fragancia del bizcochuelo en el
horno. Brindaron con leche merengada, una leche riquísima, llena de espuma. Y
le agregaron chocolate batido. Y a continuación se dieron la mano. El caballo
de espadas se sacó la espada en son de paz, de confianza, de lealtad. Se
escuchó el: “Chin-chin”. Y los que habían estado tan enemistados, víctima y
agresor, empezaron una amistad con una buena porción de bizcochuelo. Mientras
el rey sol salía del mazo. Y de pronto la mañana irrumpió en millones de colibríes
que no dejaban de refulgir en miríadas de cantos. Quizás porque ese día, las
amenazas y los rencores se habían retirado de la caja del mazo. Y habían dado
lugar a las buenas jugadas. El resto de los naipes, se fueron despertando,
hicieron lo mismo que el caballo de espadas. De
pronto, hubo una pila de bastos, oros, espadas y copas. Todos se desprendieron de sus partes
más importantes. Era un día festivo. Y cuando vieron la torta estallaron de
emoción. ¿qué podían hacer? Como mínimo pedir una cremosa porción.
El rey de oros se dio cuenta de que no tenía nada que resolver entre dos
naipes enemistados que estaban brindando. Y, más que nunca, iluminó la torta.
La frutilla, del centro, se los puedo asegurar, se iluminó más que nunca.
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