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martes, 4 de agosto de 2020

“Monólogo: Habla Gustavo Roldán” (Mes de Gustavo Roldán)




por       ADRIÁN FERRERO


 

 

     Nací en 1935, en Sáenz Peña, provincia de Chaco, una provincia de Argentina pobre y olvidada de los funcionarios que sin embargo tiene uno de los montes más grandes del mundo. La fauna de allí es innumerable. Jaguares, bichos colorados, osos hormigueros, pumas, lechuzas, pulgas, garzas, quirquinchos, sapos, sapitos, en fin, un zoológico que sin embargo se vive y se desplaza libremente por ese monte que no tiene dueño. Es un monte libre, tan libre que a la hora de las siestas, descalzo, con la ropa más sencilla que se puedan imaginar, yo me trepaba a los árboles, corría, me sentaba a la orilla del río Bermejo, el de aguas marrones. Ese que no se parece a los ríos de los que se suele hablar, que de tan transparentes dejan ver los pies cuando uno se mete en ellos.

     Recién a los siete años vi un libro. Antes sin embargo había escuchado muchos cuentos. Cuentos que contaban los paisanos de mi tierra (que me enseñaron a andar a caballo). Cuentos que guardé, porque después, a la hora en que me tocó o elegí escribir (eso no lo tengo muy claro) me sirvieron. No sé si fueron los mismos cuentos. No diría eso. Pero sí tenían un modo de contar, un estilo, que no era ese estilo complicado que después, en la Universidad Nacional de Córdoba, estudié. En esa Universidad leíamos a autores mucho más complicados. Esos autores, como los del Siglo de Oro español, que usaban palabras importantes, difíciles, raras, que yo incluso en ocasiones a veces ni conocía. Era un español demasiado adornado. A mí me gustaba la literatura popular, la que va de boca en boca. No hay nada más rico y más complejo, más universal y por lo tanto más elaborado, que esas historias que no son de nadie y son de todos a la vez. A algunas las puse por escrito. A otras simplemente las escuché, como quien mansamente escucha el canto de los pájaros, regocijándome en su infinita belleza.

     Después de haber hecho la Universidad empecé a trabajar en ella. Di clases, aprendí mucho enseñando, porque enseñando ustedes saben que es más lo que uno aprende que lo que uno transmite a otros. Pero seguí recordando esas tarde en el Chaco, el mundo de la naturaleza, ese que era como un Edén, supongo yo, como el de Adán y Eva, según cuentas las Sagradas Escrituras. Y yo no tengo por qué no creerles.

     Para mí los animales del monte chaqueño eran como mis mascotas pero a mí me gustaba que vivieran en libertad, que crecieran lejos de mí, incluso.  Que tuvieran sus casas, sus cuevas, que vivieran en las ramas de los árboles, que nadaran en el Bermejo, que pudieran moverse sin ponerles collar. Porque siempre me gustó ser libre. Y siempre me gustó dejar en libertad a los demás. También,  una cosa que no les conté, es que me gustan los elefantes. Siempre me parecieron animales sabios. Porque tienen buena memoria. Y eso viene a cuento de los que les voy a contar a continuación.

     Hasta que un día pasó algo terrible en el país. Llegaron los militares, en 1976, dieron un golpe de Estado, tomaron el poder, a mío y a mis amigos se les ocurrió que debíamos dejar nuestros puestos de profesores en la Universidad Nacional de Córdoba. Nos  echaron. Con mi esposa, Laura Devetach, que también es escritora, pensamos en varias opciones. Pensamos en varios países a los cuales irnos. Pero a mí se me ocurrió algo más fácil pero también más peligroso. Yo no quería abandonar el monte ni mi país. Quería regresar de vez en cuando, regresar a ver a los animales, regresar a ver a los parientes y amigos que había dejado. Pensé que nos fuéramos a la ciudad de Buenos Aires, que nos hiciéramos invisibles. Y eso de lo que yo estaba tan seguro, que era que nunca viviría en Buenos Aires, una ciudad que me quedaba grande como un traje de varios números más del que me correspondía, y que jamás viviría en un departamento, terminé viviendo en esa ciudad, en un departamento. La pucha. La vida tiene estas jugarretas misteriosas. Aunque no nos gusten.



     Pero ¿de qué iba a trabajar? Teníamos que ser invisibles. Disfrazarnos de algo que los militares no sospecharan que dos escritores y profesores podían ser. Entonces me fijé en los avisos clasificados de los diarios, en la sección de ofertas de empleos, y me encontré con uno que buscaba carpintero. Como yo siempre tuve la idea de que un hombre tiene que saber trabajar con las manos además de trabajar con la cabeza, yho había aprendido y sabía hacer cosas en madera. Había hecho la cama mía y la de mi mujer, el escritorio donde cada uno trabajaba, las cunas de nuestro hijos. Tuvimos dos: Laura y Gustavo. ¿Qué por qué se llaman igual que nosotros?  Es una buena pregunta. Pero creo que en ese momento estábamos tan preocupados por tantas cosas, que no podíamos ponernos a pensar en originalidades. O quizás no fue por eso. Ya ni me acuerdo. Eran tan chiquitos.  Ha pasado tanto tiempo. Ahora Laura es escritora. Gustavo es ilustrador. Laura ha escrito libros conmigo. Gustavo ha ilustrado libros de su madre y míos. Y con Laura escribimos una versión libremente inspirada en Las aventuras de Pinocho, de Calo Collodi, el escritor italiano. ¿Se acuerdan?



     Yo desde chico escribí. Pero en serio, en serio, fue alrededor de los doce años. Escribía para adultos, para grandes. Me interesaba que la gente de mi edad leyera mis libros. Estuve seguro de eso. Hasta que cierto día, mis hijos me dijeron: “¿Y si escribís los cuentos que nos contabas a nosotros cuando éramos chicos?”. Yo me quedé paralizado. Porque sufría de amnesia de esa época. Pero ellos me dijeron: “Nosotros te vamos a ayudar. Te los vamos a contar. Vamos a hacer el camino al revés de como llegaron al mundo. En lugar de vos inventar, ahora vamos a darte de vuelta lo que vos nos regalaste con tanto amor a nosotros”. Y me los contaron. Entonces me empecé a acordar de algunos. A otros, en cambio, como vi que podía ir escribiéndolos, me animé y los inventé. Había muchos animales del monte en esos cuentos. Desde la iguana a la langosta. De la hormiga al piojo. Y así sucesivamente. Todos los animales que yo había visto en las siestas junto al río Bermejo. Uno atrás del otro fueron entrando en mis historias. Regresando a mí tal como habían salido de mí. Pero esta vez eran un regalo para otros. Para todos los chicos que quisieran y pudieran leerme.

      Al primer libro lo mandé a un concurso literario. Y tuvo tan buena suerte. O les gustó tanto al jurado, que me dieron un  premio. Entonces eso me dio valentía. Porque me di cuenta de que podía contar cuentos para los más chicos. Esos libros a los que poca gente les da importancia, porque piensan que la literatura que leen loso chicos no es de primera categoría, sino que es una literatura que no ha crecido, que no ha alcanzado la mayoría de edad. Digo yo, no sé. A lo mejor es por otra cosa. Porque piensan que es una literatura demasiado sencilla, cuando en verdad escribir para los más chicos de las experiencias que me han tocado como escritor ha sido de las más exigentes. Hay que mantener su atención. Hay que mantener su interés. Tienen que ser historias atractivas, estar bien escritas, ser complejas pero simples a la vez, si uno no solo quiere entretener sino hacer buena literatura. Y eso es lo que yo quería hacer. Nunca me gustó hacer lo que no siento. Pero esto sí lo sentía. Le encontraba sentido. Me gustaba mucho hacerlo. Cuando llegaba alguna idea, algún comienzo, arrancaba. Y seguía. A veces no llegaba ninguna y entonces no escribía. Son maneras de trabajar de los distintos escritores. Todas son respetables. Pero para mí escribir no es cumplir un horario de oficina. No soy un empleado de la literatura como no soy un empleado en una empresa.  

     Y así fue como me hice escritor para niños. Escribí muchos libros para niños, como mi esposa. A veces, antes de irnos a dormir, ella me contaba en cuál estaba trabajando, de qué trataba, que tenía una parte del argumento en el que estaba trabada y no sabía cómo salir de ese callejón. Y yo le daba alguna idea. Al día siguiente ella me decía: “Me sirvió lo que me dijiste. Ahora lo pude terminar”. A veces era al revés. Era yo el que no sabía por dónde empezar, por dónde seguir o cómo terminar una historia. Y ella me daba la pista. Como Ariadna a Teseo en medio del laberinto para que el Minotauro no lo cautivara y lo matara. Entonces, en ese momento, yo podía orientarme, encontrar el punto a partir del cual seguir el relato.
Y ahí se quedaron los cuentos para adultos esperando. Escribí  muchos cuentos para niños. Me daba mucha alegría porque me invitaban a las escuelas, a hablar con los chicos, de lo que escribía. Y ellos me hacían preguntas que me divertían. Pero, sobre todo, me parecían muy sinceras. Siempre la honestidad me pareció fundamental en una persona. Decir lo que se piensa y lo que se siente cuando uno lo piensa y lo siente. No esperar diez años, cuando ya es demasiado tarde para recuperar ese momento mágico en el que uno debía confesarle el amor a una chica. O bien llorar por la muerte de un pariente. O bien abrazar a un amigo y consolarlo porque se había quedado sin trabajo, como me había pasado a mí con los militares. Y también la otra honestidad: ser respetuoso de los demás. No hacer daño. Tener principios. Ser una buena persona. Ayudar porque también nos han ayudado otros a nosotros.



     Tuve amigos escritores y tuve amigos que no eran escritores. Debo confesar que me caía mejor la gente sencilla. Que no tenía demasiadas vueltas. Fueran escritores o fueran personas que no escribían. Me llevo muy bien con mis paisanos. Para vueltas me gustan los trompos. Los hago girar siempre que vienen chicos a casa de visita. O cuando voy a alguna escuela. Les llevo un trompo, y ellos quedan fascinados porque están acostumbrados a ver televisión o a jugar en la computadora pero no a ver girar a un trompo o a trabajar con las manos. O ir al monte a perderse entre los árboles y ver a los animales.

     Cierta vez hice un trabajo que me gustó mucho pero les confieso que fue muy difícil. Escribí un libro que se titula Los cuentos que cuentan los indios. Me interné en el Alto Chaco a recopilar las historias que contaban algunas tribus de esa zona: los matacos, los tobas y los guaraníes. A algunos los escuché. A otros tuve que buscar el modo de leerlos, porque había gente que se había tomado el trabajo de escribirlos. Pero fue complejo. Yo no quería traicionar esa historia ancestral, que los conquistadores habían arrasado casi por completo. Y que en el siglo XIX otros conquistadores de Buenos Aires habían exterminado. Quedaban pocos indios. Y por lo tanto quedaban pocos cuentos. Se habían esfumado como se esfuma el vapor del agua de una pava para el mate. Me gusta tomar mate a mí. Es una de mis bebidas favoritas. Yo quería que esa parte de nuestra tierra (porque yo tengo una parte de mi sangre de indio), permaneciera viva. Y para que permaneciera viva hace falta que esté escrita. Para que cuando alguien quiera resucitar, con su lectura silenciosa o en voz alta, vuelva a aparecer.

     ¿Qué qué hice en  mi vida? Escribí muchos libros, viajé, conocía gente, dirigí colecciones de libros para niños, coordiné talleres de escritura, fui jurado de concursos, fui periodista, entre otras cosas.  Porque seguí siendo carpintero. No profesional. Pero me negaba a dejar el oficio. Hasta si alguien me decía que iba a nacer su hijo le hacía su cunita.

     Les cuento cómo trabajo mis historias. Primero las escribo a mano sobre el escritorio de madera que hice yo mismo. Como la biblioteca en la que tengo mis libros. Y después recién de una larga etapa de revisarlos, los paso en la computadora. Como escritor soy como los carpinteros: me gusta hacer las cosas a mano. Como un artesano. O un panadero. Me gusta que mis historias primero tengan el olor de la tinta y el papel. Y recién ahí pasen a la computadora. Donde no se las puede ni oler ni tocar, como al pan o la madera recién cortada. En la computadora existen pero no existen. Y después sí, me gusta mucho oler el papel de mis libros una vez que han sido publicados. Pero, sobre todo, me gusta regalarlos a la gente que quiero mucho.

     Siempre tango la sensación de que me equivoco en los títulos que elijo para mis libros. La gente dice que no. Pero yo sé que sí. Yo no soy infalible como los dioses de los aborígenes. Yo me equivoco, en los títulos, en algunas frases, hasta en alguna historia que no me gusta cómo quedó entonces rompo el papel y la mando derecho para el papelero que tengo al lado de mi escritorio.

     Por lo menos una vez por año regreso al Chaco. Es más: tengo la sensación de que nunca me he ido de él. De que se trata de un viaje que jamás hice. De que sigo sentado a orillas del río Bermejo, escuchando a los pájaros, el sonido del agua correr, la música de ese lugar tan especial para mí, porque es el lugar en el que nací, donde entonces germinaron lo que después serían  mis historias.

    Pienso que me puedo haber equivocado muchas veces en la vida. Seguro que una cama me salió torcida. A la cuna de mi hijo Gustavo le puede haber faltado algún barrote. Pero a decir verdad estoy seguro de que no me equivoqué de provincia al nacer.  De que nací en el lugar adecuado. A ese lugar regreso por lo menos una vez al año en los dos lugares en los que viví del Chaco. Donde nací y donde más tarde nos mudamos, antes de instalarnos en Córdoba. Me junto con un primo muy gaucho. Nos sentamos en la margen del río Bermejo a arreglar el mundo mientras tomamos mate. Y miren lo que nos pasa.  Lo dejamos todavía más desordenado de lo que estaba.

Si tuviera que firmar esto que escribí, escribiría, “Gustavo Roldán”, como hago en mis libros. O como  me piden las editoriales que digan mis libros. Pero ahora que lo pienso, firmaría: “Gustavo Roldán. El que pese a haberse ido, siempre se quedó en el mismo lugar: el Chaco, del que jamás salió”.

 


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