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lunes, 24 de marzo de 2025

Escritos concentracionarios

 Por María Cristina Alonso

 Como profesora de secundario participé varias veces en el Programa Jóvenes y memoria de la CPM. En 2009 el proyecto a trabajar con mis alumnos y alumnas consistió en la escritura de un libro contando la historia de Cecilia Idiart, una de las desaparecidas de Bragado. Cecilia participó junto a siete compañeros de una experiencia de “rehabilitación” realizada en el marco de la terrible represión desatada por Camps en la ciudad de La Plata. Ella, junto a otros jóvenes apresados estuvo cautiva en la Brigada de Investigaciones. Como era un régimen especial, el cura Von Wernich se encargaba de hacer de correo entre los detenidos y sus familias.


Contamos con las cartas que Cecilia le escribía a la familia. Eran textos escritos con birome, con letra despareja que, de alguna manera, a pesar de que hablaba de trivialidades parecían esconder premura y desesperación.

 Ese recuerdo, el de tratar de leer el lado de atrás de las palabras, lo que dicen y no dicen los textos que se escriben cuando se está privado de la libertad,  nos lleva a indagar y preguntarnos, ¿por qué escribir  en un centro clandestino de detención?  ¿Cómo se piensa el lenguaje cuando las palabras pueden definir la vida o la muerte?

 En el caso de Cecilia las cartas hablaban de la ansiedad que le producía  la promesa de salir del país, narraban festejos de cumpleaños, describían a algunos de los represores con los que compartían festejos,

En apariencia, leídas a tantos años de que fueron escritas, las cartas de Cecilia parecen inofensivos mensajes de una hija a su familia, las de una chica simple que repite que cree en Dios y que Dios la ayuda y le ha indicado el camino. Pero no son cartas comunes, como no lo fueron las circunstancias en que fueron escritas.

 Y entonces, esa escritura, que dice  y encubre, nos lleva a preguntarnos cuál es la razón por esa pulsión por escribir  cuando se está en cautiverio.

 Los textos concentracionarios parecen surgir como reacción al deseo de los supervivientes de aliviar los tormentos pasados de tal manera que la escritura adquiere un valor liberador. Relatar lo sucedido o reflexionar sobre ello se convierte en uno de los pocos medios de que se dispone para intentar asimilar una experiencia marcada por un nivel de horror tan elevado y tan comprensible.

Jorge Semprum: un  autor franco-español, confinado en el campo nazi de Buchenwald, llegó a afirmar en su libro El largo viaje que uno de los estímulos que más le animó a luchar por la supervivencia en el campo fue su convicción de que «era preciso contar”.

 Las cartas de Cecilia dirigidas a la familia  nos situaron en la ambigüedad y la sospecha de que tal vez ese discurso era el de la simulación. Que encerraban un mensaje en clave, que detrás de las palabras había otras que era necesario encontrar superponiendo capas de significación. La palabra “ellos” referida a los captores –que parecían en el relato de Cecilia unos “compresivos celadores” que hasta festejaban cumpleaños con los detenidos– nos remitieron a otros “Ellos”, los que Oesteheld, imaginó como el mal absoluto, como el odio cósmico, en la historieta El Eternauta.

 La escritura de Cecilia da cuenta de la imposibilidad de decir, o al menos decir algo para llenar un espacio que los represores le habían otorgado, un territorio que era la hoja en blanco en la que podía escribir un texto que seguramente era mirado y aprobado. Un texto que luego sirvió de prueba para condenar al cura Von Wernich, el “Padre bondadoso” que Cecilia invoca y recrea y que era el contacto con sus familiares.

 Letras desde el infierno trasmutadas en expresiones tan inverosímiles como “nos tratan como a unas reinas”.

Nos preguntamos  con mis alumnos ¿Qué dicen y qué no dicen las cartas de Cecilia? ¿Qué leemos en ellas que no pudo leer su madre o sus hermanos ahora que conocemos su triste final?

 En ese lugar había rejas, porque eso era una cárcel clandestina, un lugar donde todo era disimulo. Más allá de la sala donde Cecilia y sus compañeros de cautiverio recibían a sus familiares se torturaba, se vejaba a los prisioneros. “¿Qué te creés, que estamos en el paraíso?”, dijo Cecilia no sin cierta ironía, ese día de visita en que alguien le preguntó por la misteriosa parte de atrás.

 Volvemos a la pregunta: ¿Por qué escribir en un centro clandestino de detención? En ese momento de vacío absoluto, de indefensión, la escritura se constituye en un  procedimiento  de  comunicación  para  luchar  contra  la  anulación individual: el deseo de mantener un aspecto digno en circunstancias extremas refleja la intención de resistirse a ser otro, a perder su personalidad.

 Hay ejemplos de esa resistencia. Mientras que las condiciones físicas y su mermada salud se lo permitieron, Antonio Gramsci dedicará la mayor parte de los años de su reclusión a la reflexión sobre diferentes cuestiones de carácter político y filosófico, hasta completar los Cuadernos de la cárcel, probablemente la obra marxista más rica y substancial del siglo XX. El trabajo de estudio y redacción de los cuadernos fue también la particular forma que tuvo de continuar con la batalla política y cultural después de su arresto.

Muchos supervivientes de los campos de concentración argentinos como los llamados El Vesubio y Sheraton, recuerdan haber visto a Héctor Germán Oesterheld, el autor de El Eternauta, escribiendo guiones de historietas que sabía no se iban a publicar. Estaba enfermo y muy deteriorado físicamente.

 


 Entonces, ¿la literatura como un cable al que aferrarse para no caer en el vacío de la desaparición, de la experiencia del campo? Ana María Ponce, cautiva en la ESMA dejó una breve pero lúcida obra que quizá acerca una respuesta a este interrogante.

 Ana María Ponce nació en San Luis el 10 de junio de 1952. Se crió en un hogar politizado, con un abuelo fundador del Partido Laborista, un padre que sería intendente de la capital de su provincia y una madre docente universitaria. Fueron los modelos que ella seguiría durante su juventud. Egresada de la Escuela Normal de San Luis con medalla de oro de su promoción, “Any”, como le decían sus amigos, ingresa en el profesorado de Historia y Literatura en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata; allí comienza su militancia, en la Juventud Peronista de La Plata y en la Federación Universitaria de la Revolución Nacional, donde conoce al que sería su marido, Godoberto Luis Fernández, y padre de su único hijo, Luis Andrés. Luego de que su marido sufriera un atentado contra su vida, se mudan a la Capital Federal.



 

El 11 de enero de 1977, Godoberto Luis Fernández es detenido por fuerzas del Ejército. Seis meses después, el 18 de julio, día del cumpleaños de su hijo, Ana María es detenida por fuerzas de la Marina, y llevada a la ESMA, donde permanecería hasta febrero de 1978. El lunes de Carnaval, último día en que se la vio con vida, a “Loli” (como la conocían en la ESMA) le informaron que tendría una entrevista con el director del centro clandestino de detención y torturas, el almirante Chamorro, para que efectuara un “mea culpa” público y así lograr una “supuesta” legalización de su condición. Intuyendo su suerte, “Loli” deja en manos de Graciela Daleo, una compañera de detención, todos los poemas que había escrito durante el tiempo que duró su secuestro. Graciela, sobreviviente de la ESMA, es quien logra contactar a familiares de Ana María para entregarles esos conmovedores textos.» (Fuente SEA)

 

El poeta Juan Gelman escribió, para comentar y celebrar estos escritos en una contratapa de Página 12: “La poesía la hizo más libre que sus asesinos.”

 

En uno de sus poemas ella dice intentando explicar para qué escribe:

 

“Para que la voz no se calle nunca,

para que las manos no se entumezca

para que los ojos vean siempre la luz,

necesito sentarme a escribir en este preciso momento

 en que todo comienza a ser silencio,

los trenes que pasan me llevan a lejanos territorios de lucha, y libertad,

 y el sol, el sol que me recuerda años de risa fácil,

de pies descalzos, de manos en permanente búsqueda.

A veces extraño lo que antes quise, lo inacabado,

lo que ya no tiene razón de ser, en esta vida nueva que me alimenta,

 que me duele pero que me conduce hasta ese fin inesperado…”

 Los poemas que Ana escribe en la ESMA nos permiten reflexionar sobre la vulnerabilidad de los cuerpos, sobre su fragilidad.

 “Detrás de mí, / quedó un mundo que ya no me pertenece.../ Me miro los pies. /Están atados. /Me miro las manos,/ están atadas, /me miro el cuerpo; /está guardado entre paredes,/ me miro el alma, está presa.../ Me miro, simplemente/ me miro y a veces no me reconozco ...”

 La experiencia concentracionaria a veces no encuentra palabras para decir ese vacío que se produce cuando el mundo cotidiano queda suspendido, en el recuerdo: En otro poema, expresa:

  “No sé cómo llamar / a este silencio permanente, / a estas horas menos solas, / a esta incertidumbre, / a este cotidiano pasar, / a este estar sin estar / siendo y a la vez no siendo”.

 Pero el lenguaje, aunque parece romperse para  describir una experiencia de excepcional  vulnerabilidad, convoca, a veces, la esperanza:

 Escribe el 12 de agosto de 1977: “Sólo queda una sombra y un lugar vacío, sólo quedan las horas repitiéndose en mi cerebro, sólo quedan algunos recuerdos, algunas caricias, y algunas pocas palabras. Aún así, sigo buscando la vida”.

 


“Busco la luz,/ aún encerrada entre paredes,/ busco el sol,/ la vida,/ los pájaros,/ la risa. /Y me río,/ me río/ para poder vivir,/ para querer vivir;/ y quiero encontrar tus ojos,/ pero todo pasó./ Sólo queda una sombra/ y un lugar vacío, /sólo quedan las horas/ repitiéndose en mi cerebro,/ sólo quedan algunos recuerdos,/ algunas caricias,/ y algunas pocas palabras. /Aún así, sigo buscando la vida.”

Pensados como testimonio del horror que se vivió en los campos de concentración, los poemas de Ana María resultan singulares porque estamos asistiendo a textos que  narran experiencias en el mismo campo, a diferencia de los relatos de sobrevivientes que lo hacen a la distancia, aquí, en estos poemas la autora escribe cautiva sobre el cautiverio, desde ahí imagina el mundo que sigue su curso lejos de ella.

Quiero saber cómo se ve el mundo,

me olvidé de su forma,
de su insaciable boca,
de sus destructoras manos,
me olvidé de la noche y del día,
me olvidé de las calles recorridas.
Quiero saber cómo es el mundo,
no recuerdo los rostros,
ni los árboles, ni las luces,
ni las fábricas, ni las plazas,
ni el dolor de afuera,
ni la risa de entonces.
Quiero saber cómo se ve el mundo,
hace tanto que no estoy,
hace tanto que mis pies
no se cansan por los recorridos,
hace tanto que mis ojos
no se queman con la luz,

Entre los textos que escribió en la ESMA no sólo hay poemas, hay un relato en primera persona. Ana María se  imagina diez años después, en libertad, caminando por las calles de Buenos Aires, tomando un café, mirando con fascinación la vida del afuera, los semáforos, la gente que iba y venía. “Empecé a caminar despacio. Moviendo mis piernas lentamente. Primero una, luego la otra, tratando de perder ese ritmo cansado y de pasos cortos que adquirí con tanto tiempo de llevar cadenas. Me sentía liviana, pero cuando quise caminar rápido un mareo me obligó a descansar hasta que mi pulso se normalizó. Qué grande me parecían los espacios. Qué anchas las calles”

  En su cartera lleva un pasaje para San Luis. Reflexiona cómo será recibida en la casa de los padres, cómo será el encuentro con su hijo. Y concluye: “Cuando abrí los ojos, sentí que una luz me encandilaba. Los cerré de nuevo. Los abrí y miré por segunda vez la luz. Era la bombita que colgaba arriba de mi cucheta. Todo seguía igual. Las paredes de las celdas, los corredores, todo cercano, todo blanco, todo monótono, todo repetidamente igual. Sentí deseos de ir al baño y tuve que llamar al guardia...”

 Lo que más conmueve en los poemas de Ana María es su lúcida manera de pensar su destino y vislumbrar el deseo de que no la olviden, de que en el futuro se mantenga viva la memoria de los  desaparecidos:

 “Mañana,/ cuando no estemos/ cuando todo se haya vuelto oscuro,/ […] nosotros los que fuimos/, vivos,/ los que reímos y lloramos/ y nos alimentamos amando,/ queriendo la vida,/ nosotros estaremos regresando;/ y la piel será una oscura mezcla/ de tierra y piedras,/ y los ojos serán/ un inmenso cielo,/ y los brazos y los cuerpos/ se juntarán sin saberlo/ y este niño que quisimos/ estará allí amándonos desde lejos,/ sosteniendo nuestro grito eterno,/ abriendo nuestro vientre cálido/ haciendo interminables y multiplicados/ los puños cerrados con dolor.”

 

Su hijo, Luis “Piri” Macagno Fernández, escribió en una edición de  2011 que el programa Memoria en Movimiento hizo de los poemas rescatados por Graciela Daleo:

 

“Gran parte de sus poemas  hablan de libertad, de esperanza, de dolor, de resignación y, al final, de aceptación del propio destino. Pero a pesar del horror sufrido día tras día, no hay en sus escritos ni una sola gota de odio hacia sus captores y torturadores, no hay sed de revancha ni resentimiento, y no hay tampoco, atisbo alguno de arrepentimiento de sus convicciones, lo que muestra a las claras que su compromiso y su dignidad fueron mantenidas con firmeza hasta el último día”.

 A  cuarenta y nueve años  del golpe cívico, militar, eclesiástico, empresarial, los poemas de Ana María Ponce quedaron como testimonio de los lugares infernales que, la dictadura, construyó para acallar la voz de los que luchan e imaginan un mundo de derechos para todos.

 María Cristina Alonso. Marzo de 2025

2 comentarios:

  1. Qué tristeza me produce, injusticias y muertes a los jóvenes que se jugaban la vida por sus ideas.

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  2. Por eso la lucha es todos los días, MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA.

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