La extranjera
por María Cristina Alonso
Ser niño es ser extranjero
El Extranjero queda del otro lado del tapial, en el
baldío contiguo a mi casa. No te piden pasaporte para entrar. Sólo hay que
escaparse de la siesta y trepar poniendo las puntas de los pies en los
ladrillos salientes.
Las personas grandes con las que vivo desconocen este
territorio, pero yo, con nueve años,
tengo derecho a ingresar en él.
Un salto basta para caer en las planicies azules y avanzar por las
montañas de escombros picoteadas por las gallinas. El suelo minado por
vidriecitos de colores me encandila y un viento fuerte me permite flotar un
rato sobre las campanillas y las margaritas que crecen desordenadas por todos
lados.
No crean que no siento miedo. Si, un poco, pero
distinto al que me dan las sombras en las paredes de mi cuarto, por las noches,
cuando sólo queda la lámpara encendida. Sombras de fantasmas en la oscuridad.
La noche también es un territorio extranjero. El más largo, amenazador y
difícil de escapar.
Por el baldío inmenso camino con cuidado para no
perderme. Hay senderos engañosos que llevan a los cuentos con lobos y
serpientes, a la ciudad de los esqueletos o, en el mejor de los casos, a la
selva de Horacio Quiroga con inofensivos coatís pero también con yacarés de
dientes voraces y yararacusús..
Llevo un mapa para orientarme. Lo dibujé la última vez
que me animé a saltar al baldío. Pero la zona tiene la virtud de ir cambiando
su geografía cada vez que llega un visitante. Es un territorio endeble, no
mantiene mucho tiempo su aspecto original. Tan pronto es de noche como al rato
el sol brilla como en el verano.
2.
Me he escapado de la cocina de mi casa porque los
grandes están enzarzados en una interminable discusión. Nadie se dará cuenta de
mi ausencia. Agarré una bolsa donde puse
una manzana y un puñado de galletitas que había en un plato. Toda aventura
requiere un mínimo de organización. Llevar algo de comer siempre es importante.
Tal vez no pueda volver por un día o dos.
Saltar es fácil. Abajo me espera Yuri, el perro del
vecino, un cusco negro y de orejas pequeñas al que le han puesto el nombre de
un astronauta ruso. Me propongo subir por la montaña de escombros
para ver qué hay del otro lado. Nunca he llegado tan lejos.
El ascenso tiene sus inconvenientes. Hay alambres de
púas retorcidos por todos lados. Tengo que hacer grandes rodeos para no lastimarme. Mis
rodillas están llenas de cicatrices y moretones. Me los hago con los patines y
la bicicleta.
Una niebla azul oculta el pico de las montañas que, de
lejos, parecen nevadas. Cada tanto llegan
los sonidos de una radio encendida en un patio contiguo y los gritos de la vecina que llama a su hijo.
Es extraño que, en un paisaje tan montañoso, se escuchen los sonidos del
barrio. Pero El Extranjero es así. Tan pronto se puebla de enanos audaces que
cuentan historias, como aparece Yuri con un hueso que le han dado en la cocina.
Del otro lado hay vida. La descubro sentada sobre el
techo de una camioneta abandonada. Es una chica flaca de pelo enmarañado vestida
con unos pantalones cortos y unos zapatones más grandes que sus pies.
Al principio no
parece verme y no responde a mi saludo.
Tal vez no comprenda mi idioma, pienso, vaya a saber
qué lengua se habla en El Extranjero. Un gorrión baja a comer de su mano y ella
sonríe levemente. Al fin levanta la vista y me ve.
Hola, dice. Soy
Enyd.
Hola, soy Hada. Saludo mintiendo. Hada se llama la madrina de mi hermana. Daría
cualquier cosa por cambiar el mío por ese nombre arrancado del Libro de las narraciones extraordinarias.
Te estaba esperando. Dice Enyd. Te he esperado durante
cien días.
No nos conocemos, le digo incrédula. A veces he venido
y no estabas.
Pero yo soy tu amiga invisible. Baja de la carrocería
y me agarra la mano. Es un poco más alta que yo, pero no mucho.
Para volver tendrás que pasar por el monte oscuro. No
te voy a dejar sola.
Yuri ladra tres veces.
Dejamos atrás las montañas de escombros y entramos en
el monte. Oscurece. Mucho. Demasiado. Como si nos cayera encima un frasco
gigante de tinta china. Sólo brillan los ojos de animales secretos, la pluma de
un pájaro, las hojas de los árboles que caen como lluvia.
Lo que da más miedo es lo que no se ve, dice Enyd.
A lo lejos, una lengua de fuego ilumina el bosque.
Ese es el más peligroso. Dice Enyd, el Quemador de Maderas.
Su fuego se lleva todo en un instante.
Pero la noche vuelve. Las ramas arañan mis piernas
desnudas. Enyd me conduce para que no me lleve por delante a los árboles. Yuri
salta alrededor de nuestros pies.
Hay que repetir las palabras mágicas para que vuelva
el día.
Bueno, digo. Dale.
Es que tenemos que encontrarlas. Cada vez son palabras
distintas.
Encontrar palabras es mi juego favorito. Lo
practicamos con mi hermana de cama a cama cuando mi madre apaga todas las luces
y nos obliga a dormir.
Probemos con palabras con r, dice Enyd.
Digo: rato reto rota rita riel rama risa reina rito
reloj raro rápido relámpago remedio remo reno rinoceronte rana relincho roca
ranura rosca real. No, real no porque nada es real mientras camino con Enyd por
este bosque inventado.
De a poco empezamos a ver la sedosa luz de la mañana.
Acá el tiempo no tiene criterio. La noche le sigue a la tarde y a la tarde la
mañana. Lo tengo claro, el Extranjero es un mundo desordenado y hay que
adaptarse a él.
Enyd llega al tapial antes que yo. Tiene piernas
ágiles y largas. Sus zapatones la impulsan hacia arriba.
Trepamos lentamente. A medida que avanzamos agarradas
de los ladrillos salientes el tapial se va haciendo más y más alto. El sol
ahora nos pega en la cara. Transpiramos. El tapial se estira como si fuera un
elástico.
No vamos a llegar nunca le digo a Enyd. Pero ella
avanza clavando sus zapatones entre los ladrillos. Parece una rana mirándola
desde abajo.
Un relámpago nos paraliza. Sobre nuestras cabezas las
nubes gordas amenazan. Al fin llueve. Seguimos trepando mientras se nos empapa
la ropa, el pelo y casi no podemos abrir los ojos de tanta agua que nos cae.
Ya estamos, dice Enyd y me extiende la mano para que
llegue hasta arriba. Sé que cuando vea el jardín de mi casa todo volverá a su
orden.
Sentadas en el tapial, Enyd y yo miramos sorprendidas.
Mi casa ya no está. En su lugar flota
una niebla de seda, suave e impenetrable.
Ya no tengo a dónde volver.
Al fin estoy flotando en el espacio, como tanto lo he imaginado mientras leía las
noticias sobre las caminatas espaciales que los rusos y los norteamericanos
hacen atados a sus naves explorando el cosmos. Enyd me ha dejado sola y estoy
teniendo un poco de frío. Es raro flotar en el espacio sin traje especial ni
escafandra. A mi alrededor, pasan satélites artificiales tripulados por perros,
monos y tortugas.
El viento del cosmos es un viento diferente. Trae olor
a mercurio, a sulfatadas rocas voladoras, a estrellas que la gente pierde
cuando mira el cielo y se distrae.
Por momentos quiero volver a mi casa, al café con
leche y a mi cajón de libros y revistas, pero hay resplandores azules a mi
alrededor y velos turquesas y dorados que me erizan la piel. Nunca volveré a
ver algo semejante. Flotar sin ley de gravedad es lo más parecido a quedarse
sin cuerpo. Lo disfruto. Me río.
Tal vez ya haya llegado a la luna. Puedo ver su cara
oculta y la Tierra, allá lejos, como un botón luminoso.
La tormenta espacial me arrastra y siento frio.
Desciendo abruptamente. Los pies me pesan y las manos se me han entumecido.
Era hora de volver, me dice Enyd. Estamos de nuevo en
el baldío, quiero decir, en el Extranjero y mi amiga invisible tiene frente a
sí desplegado un mapa rutero, parecido al de mi padre con la propaganda de YPF.
5.
No sé cuánto hemos avanzado. Enyd me muestra el mapa
de rutas argentinas que se vuelve inútil. Nos guiamos por líneas punteadas y
rayas rojas que atraviesan las provincias y unen pueblos y ciudades.
El cielo se cubre de nubes oscuras y bajas. No tarda
mucho en caer la nieve, espesa, suave, silenciosa. Veo nieve por primera vez. Es más fría que la
de los cuentos. Los copos van cubriendo nuestra ropa. Es urgente encontrar un
refugio.
Ahora el bosque que atravesamos es de pinos. Las ramas
con el peso de la nieve nos golpean la cabeza.
Hay que cuidarse de los lobos, dice Enyd, pronto
aparecerán en manada y les encanta morder carne fresca. Me horrorizo pero no quiero hacer ningún
comentario para que mi amiga no crea que soy una chica tonta y temerosa. Miro a Yuri y deposito todas mis esperanzas en
él. Los perros son parientes lejanos de los lobos y tal vez pueda interceder
ante ellos.
A lo lejos, sobre la planicie nevada aparece una
manada de lobos blancos que apenas se distinguen por el brillo dorado de los
ojos y los hocicos humeantes.
Bajo la nevada, el tiempo se detiene. Sopla el viento.
La nieve se clava como agujas en la cara. Los lobos nos siguen mirando. Enyd me
dice que nunca se registraron muertes en este territorio, pero a estas alturas
ya casi no puedo escucharla porque la ventisca nos obliga a caminar dobladas y
a taparnos los oídos. El frío se cuela por los pliegues de la ropa. Las ramas
de los árboles golpean dentro de mi
corazón.
Me doy cuenta de que no será fácil escapar de ese
mundo desolado. Uno de los lobos se nos acerca. Veo su pelaje blanco y grisáceo
resplandecer con la luz del atardecer. Tiene las orejas erectas, muestra sus
incisivos y arquea la espalda.
Tranquilo que no soy Caperucita, le digo. El lobo aúlla.
La luna sale. El viento se calma. La nieve se derrite.
El lobo nos ha dejado volver, dice Enyd desde arriba
del tapial. Me parece que te llaman, me advierte señalando el otro lado, donde
está mi casa.
El hombre flaco que lee el diario sobre la mesa de la
cocina se parece a mi padre. Hasta se
rasca la cabeza de tanto en tanto como lo hace él. También la mujer con
el delantal manchado de salsa de tomate que acomoda los fideos en la fuente
tiene el mismo peinado que mi madre y sonríe cuando me ve entrar con la misma
dulzura que ella.
La chica que entra al baño a lavarse las manos tiene
el pelo recogido en una cola de caballo como lo usa mi hermana y lleva el
vestido con flores amarillas que tanto me gusta y le envidio. Los tres se
parecen a mi familia pero no son los verdaderos. Lo supe cuando bajé del
tapial.
Todo me quiere convencer de que he vuelto al mismo
lugar. Ahí están las tres golondrinas de cerámica colgadas en la pared del
comedor y, sobre la mesa del living, mis cuadernos de la escuela con los
problemas de matemática sin resolver.
Pero yo no me engaño. Lo sentí en la más negra
oscuridad del monte que atravesamos con Enyd, también cuando flotaba en el
espacio o caminaba sobre la nieve. Hay algo que cambia cuando nos alejamos.
Vuelvo a mirar mi casa y a mi familia. Bueno, son bastante
parecidos a los originales. Mientras me siento a la mesa casi me convenzo de
que son los mismos. O tal vez soy yo la que siempre será una extranjera.
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