José Saramago
Las bibliotecas han cambiado mucho desde el día en que, en la Lisboa de finales de los años treinta, entré por primera vez en una de ellas. Era un lugar donde el tiempo parecía haberse parado, con armarios que forraban las paredes desde el suelo hasta casi el techo, las mesas largas con sus pequeñas estanterías móviles a la espera de los lectores, que nunca eran muchos. El bibliotecario se sentaba al fondo de la sala, detrás de un escritorio antiguo, de esos de palo santo labrado.
La biblioteca olía a papeles viejos y a cera de abejas, también un poco a humedad, a moho, tal vez porque las ventanas se abrían de tarde en tarde, al menos siempre me parecen cerradas cuando las recuerdo.
También es cierto que nunca fui a la biblioteca durante el horario diurno de funcionamiento, por lo tanto no sé cómo sería el ambiente, si las pesadas contraventanas se abrirían para que la luz del día pudiera entrar. Probablemente sí. Yo era un lector de los nocturnos, salía de casa después de cenar (entonces la cena era a las ocho), caminaba los dos o tres kilómetros que separan el barrio de Penha de França, donde vivía, del Campo Pequeno, e iba a leer.
Exactamente, iba a leer. Era un adolescente que no tenía libros en casa, excepto los de estudio, y que quería saber por sí mismo qué era realmente eso que se llamaba Literatura. No había pedido consejos a personas sabias sobre la mejor manera de encaminar didácticamente sus experiencias, cada vez que entraba en la biblioteca era como si desembarcara en una isla desierta y tuviera que abrir un camino por no se sabía dónde, ni le importaba mucho.
Leía sin ningún objetivo, leía porque le gustaba leer y nada más. Era bastante ingenuo para atreverse a descifrar El Paraíso Perdido de Milton sin conocer nada de la literatura inglesa. O El Quijote sin saber más de Cervantes que en cierta ocasión dijo que el portugués era el castellano sin huesos.
Leía más los clásicos que los modernos, sin método, aunque con cierto sentido de la disciplina. Si le gustaba especialmente un autor, intentaba leer toda su obra, tarea muchas veces imposible, como fue el caso de Camilo Castelo Branco.
Medio conscientemente se dio cuenta de que tendría mucho que ganar si saboreaba despacio los sermones del Padre Antonio Vieira, pero confiesa que algunas veces tenía que abandonarlos por el mismo motivo que nos obliga a cerrar los ojos ante una luz demasiado fuerte.
Además, como se suele decir, le faltaba vocabulario. Recorría con atención las hojas dactilografiadas donde estaban las obras que habían llegado hacía poco a la biblioteca, y entre ellas elegía alguna, un poco por los títulos, un poco por los nombres de los autores.
Con el paso del tiempo aprendió a establecer relaciones entre unos y otros, observaba que la memoria de lo que ya había leído enriquecía sorprendentemente la lectura que estaba haciendo en aquel momento, el camino por donde andaba se le iba haciendo más firme cada día.
No puedo recordar con exactitud cuánto tiempo duró esta aventura, pero lo que sé sin duda es que de no ser por aquella biblioteca antigua, oscura, casi triste, yo no sería el escritor que soy. El Ensayo sobre la Ceguera comenzó a ser escrito allí.
Traducción: Rosane Zimmermann • Fotografía: Revista Mi Biblioteca
Mi biblioteca: La revista del mundo bibliotecario, ISSN 1699-3411, N.º 1, Abril 2005, pág. 10
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