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Cruce de hoteles
por María Cristina Alonso
Un auto que venía por Cairo y doblaba hacia Biarritz
estuvo a punto de pisar a Ana cuando bajó del taxi. Juntó la valija, el bolso y la cartera para cruzar la calle y
entrar en el hotel esa tarde de lluvia y viento. Había sumado la notebook a su
equipaje con la idea de trabajar mientras estuviera de vacaciones. Había dicho
a su familia y amigas que no se preocuparan si no se comunicaba con ellos en los
grupos de Whatsapp. Iba a estar concentrada trabajando en los últimos capítulos
de la novela que una pequeña editorial había aceptado publicarle.

El viento casi le arrebató la cartera cuando cruzó la
calle, pero nada pudo ocultar el rumor del mar detrás del médano como una voz
persistente, que llamaba por lo bajo, la vieja voz tan conocida. El mar que soñaba cuando estaba tan lejos de
él. El mar que existía solo cuando ella
llegaba a la costa cada verano por tres o cuatro días, no más. ¿Qué hace el mar
cuando no lo miramos? había escrito en su diario de lecturas. No sabía si iba a
ser el primer verso de un poema o el comienzo de uno de los capítulos de la
novela que esperaba terminar.
Miró la fachada del hotel antes de entrar. Rodeado de
edificios y nuevas construcciones, el Viejo Hotel Ostende mantenía su
prestancia de más de un siglo evocando los tiempos pioneros, cuando lo rodeaban
los médanos y el paisaje se concentraba en el mar y el viento, cuando esperaba,
aún con arena en la entrada, a los viajeros que debían hacer incómodos viajes
hasta llegar a él.
Le tocó una habitación pequeña, con dos camas, que
daba a la calle. Instaló la computadora, guardó la ropa en el ropero y se miró
en el espejo de la puerta. Había leído algo sobre la historia del hotel, pero
se dijo que no la importunarían los fantasmas del pasado. Ellos seguramente circularían por los pasillos
invadidos por la vegetación de los patios internos. Eran fantasmas que parecían
salirse del marco de los cuadros que atiborraban las paredes –la mayoría
bañistas de principios del siglo XX con sus mallas cerradas y sus sombreros
metidos hasta las orejas- que posaban conscientes de que el tiempo, como a
todos, les jugaría una mala pasada. Tenía que concentrarse en el texto que
venía escribiendo a los tropezones desde el invierno. Programó la jornada de
trabajo. Después del desayuno escribiría hasta el mediodía y a la tarde se
permitiría unas horas en la playa. El hotel tenía balneario propio por lo tanto
no necesitaba llevar más que su bolso, el termo con agua caliente y el mate.

El mar rugía a lo lejos. Ella se puso a escuchar esa
voz que se abría paso entre el viento y la lluvia. Los árboles se revolvían con
furia detrás de su ventana. Quieta frente a la pantalla de la computadora, las
palabras no aparecían o pugnaban por contar otra historia diferente de la que
tenía en ese capítulo inconcluso y que
clamaba por un final.
La tarde avanzaba. Las palabras no salían, debía matar
el tiempo hasta la hora de la cena. Se había inscripto en el primer turno -el
de las ocho y media- y recién eran las cinco de la tarde. Salió al pasillo, el
hotel era circular, y las ventanas
permitían ver los pasillos de enfrente, la enorme mandíbula de la
ballena apoyada contra una pared, que una vez encalló en la playa, la escalera
con caracoles en los pasamanos, clausurada por la lluvia.
Anduvo por los pasillos, miró desde arriba la pileta
desierta esa tarde, el enorme jardín con árboles de ramas desgajadas por la
tormenta. Se cruzó con una mujer de pelo blanco que le sonrió sin saludar,
ayudó a bajar las escaleras a un hombre que caminaba con dificultad y se
apoyaba en un bastón. Vio cómo una nena pequeña salía de una habitación con su
madre apretando una muñeca.
El pasillo quedó desierto. Se sentó un rato en uno de
los sillones viendo la luz que se desintegraba
sobre las paredes blancas. Después estuvo mirando las fotografías y los
respaldos verdes de viejas camas que adornaban las paredes. El mar seguía
hablando rumoroso. Nadie puede callar al mar, se dijo, cuenta y cuenta todas
las historias si nos ponemos a escuchar. Sin embargo, ella necesitaba sus
propias historias, el hilo de su texto que sucedía muy lejos del mar. ¿Qué hace el mar cuando no
lo vemos? Retomó la pregunta que había
escrito en la pantalla a su llegada.
El mar no hace nada, espera, se respondió mientras se
vestía el buzo porque el viento se colaba por todos lados y le provocaba
escalofríos. El mar muestra todas sus caras, siempre presente como un dios,
como un demonio.
Al fondo del pasillo se abrió una puerta con estrépito.
No apareció ningún huésped para cerrarla. ¿Sería una habitación vacía? La
puerta abierta llamaba, casi gritaba, acallando a la lluvia y al mar. Aunque esa tarde era una escritora sin ideas, seguía
siendo una mujer curiosa. Sin dudarlo, consciente de que desertaba de la jornada
de trabajo propuesta, se levantó del sillón de mimbre como un resorte y fue a
curiosear.
Pasando el umbral comenzaba una escalera que se hundía
en la oscuridad. Ana llevaba en un
bolsillo del short el teléfono y con él se fue alumbrando mientras descendía.
Una nube de telarañas se le adhirió a la piel. Los escalones le parecieron
infinitos pero al fin divisó una luz.
Un hombre revolvía papeles que sacaba de viejos baúles
y maletas cubiertas de estampillas. Se alumbraba con una linterna a batería, de
esas que usaban los cazadores para ver los pájaros en los árboles.
-Esto sí que no esperaba encontrar- dijo el hombre del
bigotito fino mientras acercaba los papeles a sus ojos para descifrar la
escritura abigarrada que poblaban los cuadernos de notas.
Levantó la cabeza para dirigirse al muchacho al que le
había encomendado la limpieza del sótano. El chico tenía una cicatriz en la
mejilla y unos ojos grises que brillaban en la oscuridad. En su chaqueta tenía
bordado el nombre del hotel: Ritz París.
-Estos cuadernos fueron escritos por mi amigo Ernest
Hemingway más de veinte años atrás, cuando era pobre, escribía artículos
periodísticos para poder vivir, y decía ser feliz- dijo.
El empleado bajó la cabeza por cortesía para ver lo
que le mostraba el inalcanzable Charles Ritz, que esa mañana había bajado al
sótano de su hotel para supervisar la limpieza. Nada le decían al muchacho los
nombres que su patrón leía en voz alta: Scott Fitzgerald,
Sylvia Beach, Gertrude Stein.
Lo más extraño de todo era que Ana no se sorprendía
con la escena, era como si estuviera viendo una vieja película que se
desarrollaba con mucho realismo frente a sus ojos. El sonido del mar se escuchó
nítido, el viento trajo con más fuerza el rumor de las olas deshaciéndose en la
playa. La luz de la linterna se apagó. Algún tiempo después de esa escena, esos
cuadernos viajarían hacia América para que Ernest Hemingway, declinante y
enfermo, les diera forma a lo último que iba a escribir antes de pegarse un
tiro en su casa de Ketchum y que, después de su muerte, vería la luz con el
título de París era una fiesta.
….
A las ocho y media entró en el salón comedor que no
había variado en cien años. Los mismos muebles, las mismas mesas que aparecían
en las fotografías antiguas, salvo algunos detalles que lo volvían acogedor: cuadros
con tomas artísticas de la vajilla de época, cortinas floreadas, móviles con
estrellas.
Dos chicas y un chico servían la comida. De a poco el
enorme salón se fue llenando. La mayoría gente mayor. Matrimonios que hablaban
en voz baja, un grupo de mujeres que parecían festejar algo y se reían a
carcajadas, una abuela con su hija y su nieta. La nena había sentado dos osos
de peluche junto a su plato.
Le sorprendió escuchar un tren a lo lejos. Era el
rumor del mar lo que debía escucharse. Un tren que se pierde en la noche
llevando mensajeros secretos, pensó, sin que ese pensamiento tuviera
justificación alguna. El capítulo de la novela que escribía transcurría en una
estación de pueblo, a la madrugada, con una mujer que bajaba del tren trayendo noticias
de un escritor amigo del protagonista que se había exiliado en Uruguay. De ahí
pensó ella que escuchaba ese tren incesante que atravesaba la noche y estaba
cargado, de eso estaba segura, de desesperados.
El primer plato había sido una pequeña tarta de choclo
que devoró en un instante. Fue sentarse a la mesa junto a la ventana para darse
cuenta de que estaba muerta de hambre.
Cuando llegó el segundo plato, una merluza con puré de
papas y berenjenas crocantes, un muchacho se sentó frente a ella sin pedir
permiso. La luz de las lámparas pronunció la cicatriz que tenía en la mejilla.
-Primer día y ya se te abrió una puerta- le dijo con
una sonrisa indescifrable.
Ella lo miró y reconoció al muchacho que hacía la
limpieza en el sótano del Ritz sin saber qué contestar. Lo que había visto en
ese sótano podría haber sido un sueño o su imaginación activada por un hotel
del que todo el mundo hablaba por los huéspedes famosos que habían albergado en
su vida centenaria.
-El tren que escuchás es el de la próxima- dijo y se
levantó bruscamente, se calzó la gorra
de pana y se fue sin saludar.
Ella se quedó un rato demorando el final de la tarta de ciruelas y el
copo de helado casi derretido para no irse a dormir tan temprano. Miró el cielo
por la ventana que se abría a la noche. Estaba despejado. La luna alumbraba suavemente las enredaderas del
exterior. Al fin decidió volver al cuarto.
En la oscuridad del pasillo una sombra se le vino
encima y la empujó hacia el interior de la habitación contigua a la suya que
estaba abierta. Esta vez no había
escaleras.
Ana sintió mucho frío cuando entró en la recepción del
hotel. Una mujer cosía una bandera republicana. Era invierno. El viento soplaba
y la humedad chorreaba por las paredes. Había un olor denso a encierro.
La mujer era Pauline Quintana, la dueña del hotel
Bougnol-Quintana de Collioure, Francia. Su cara se ensombrecía cada vez que clavaba la aguja
en la tela. Un hombre vestido de negro revisaba una caja con papeles.
-No estamos alojando a nadie en estos momentos- le
dijo a Ana levantando la vista un instante para volver a los papeles- tenemos
las habitaciones ocupadas. Ha muerto el poeta Antonio Machado.
Ana no dijo nada, sabía que era una espectadora en
este cruce de hoteles que parecía proponerle el Viejo Hotel Ostende. Machado
era uno de los poetas que más leía con
sus alumnos del profesorado de Lengua y Literatura donde daba clases. Sabía,
sin pensarlo mucho, que era febrero de 1939, que Machado, su madre, el hermano
José y su cuñada habían hecho un largo, extenuante viaje. De Madrid a Barcelona
donde residieron un tiempo y, cuando el ejército franquista ocupó la ciudad, iniciaron
el camino del exilio junto a miles de españoles que querían ponerse a salvo.
Los caminos colapsados le obligaron a abandonar las valijas. Llegaron a la
aduana francesa penosamente bajo la lluvia y el frío. Pasaron la noche en un
vagón en una vía muerta. Arribaron en tren a Collioure y se hospedaron en el Hotel
Bougnol-Quintana a dos cuadras del mar. Pauline les dio ropa, comida,
protección. Antonio Machado se sentía muy enfermo. Le había dado una caja con
tierra española a Pauline y le había pedido que si moría, lo enterraran con
ella.
Estaba en el modesto hotel de Colliure.
El poeta había muerto. La dueña cosía una bandera republicana para envolver el
cuerpo. Afuera soplaba el viento. Entre los papeles que revisaba el hermano
José había unos versos que hablaban de los días azules y del sol de la
infancia.
Ana se acercó a la mujer y tocó la bandera, todavía le
faltaba coser el paño violeta. Pauline la miró y volvió a enhebrar la aguja. Se
escucharon unos pasos.
El muchacho de la cicatriz entró por la puerta de
calle restregándose las manos. Se acercó a Ana y la empujó con fuerza al
interior de un sótano. La puerta se cerró estrepitosamente. Al principio la
envolvió la oscuridad pero lentamente, cuando acostumbró los ojos, vio una
lejana claridad que le permitió orientarse entre viejos baúles, escobas
apiladas, tachos de combustible y algunas ratas que pasaron furtivas entre sus
piernas. Pero puerta, no había por ningún lado. Pensó que era su fin, no
entendía cómo se había distorsionado la plácida estadía que había planeado en
el hotel Ostende que una y otra vez mostraba sus misteriosos pasillos, la
habitación que habitó Antoine de Saint Exupery durante dos temporadas, la
amplia pileta, el balneario con el bar con vista al mar en el Instagram, la
escultura de Felicitas Guerrero junto al piano, el verde rabioso que lo invadía
todo.
El polvo que se desprendía de todo lo que tocaba le
irritaba la garganta. Tuvo miedo. ¿Estaría en un universo paralelo? Parecía que
su cabeza inventaba cualquier cosa para no volver a la novela que estaba
escribiendo y en la que se había propuesto avanzar.
Un fuerte viento abrió una puerta que Ana no había
visto y salió, como si nada hubiera pasado, al pasillo de la planta baja donde
estaba su habitación. Se sacudió el
pantalón blanco manchado de polvo y lleno de telarañas y se dijo que por esa
noche mejor se iba a dormir.
…..
Despertó con un sol radiante. Planeó una mañana
dedicada a caminar por la playa y a tomar sol. Desayunó leyendo el diario en el
celular. Todas, como siempre, eran malas noticias. Subió a la habitación para
lavarse los dientes y preparar el bolso para el día de playa.
La carpa que le habían asignado era la primera frente
al mar, así que podía ver cómo las olas rompían una y otra vez desintegrándose
en la playa. Mirar el mar la tranquilizaba, era una visión hipnótica pero, a la
vez reparadora. Al diablo la rutina programada. Ana decidió que
sólo iba a bañarse en el mar, a caminar por la playa y a leer el par de novelas
que había acarreado.
De la carpa contigua le llegaron fragmentos de la
conversación de una pareja de mediana edad. Ana paró la oreja. Le encantaba
escuchar conversaciones ajenas.
-¿Suicidio o asesinato? –preguntó el hombre. Ana lo
miró de refilón, estaba sentado afuera de la carpa. Era apuesto, tenía una
sonrisa amplia y se protegía con un sombrero Panamá.
-Asesinato, desde luego- respondió ella detrás de unos
anteojos oscuros con marco de carey –esto que vamos a escribir es una novela
policial.
-Pobre doctor Humberto Huberman –dijo él reprimiendo
una carcajada. Me lo imagino llegando al balneario con todas las complicaciones
que eso significa. Al bajar del tren cree que ya lo están esperando y no se
imagina que tendrá que llegar al hotel en un viejo Rickenbacker
cargado con las jaulas de las gallinas.
-Me gusta- dice ella
introduciendo los pies en la arena hasta ocultarlos- que la novela transcurra
en un hotel. Es un escenario perfecto para un crimen.
-Pero no de aquí, de Mar del
Plata. El perfecto hotel es aquel en el que estuvimos hace dos años, el hotel
Ostende. Con la tormenta de arena y la ballena pudriéndose en la playa.
Los dos se rieron. Ana se
dijo que esos dos estaban imitando a los autores de Los que aman odian, una novela policial que Bioy Casares y Silvina Ocampo
escribieron en 1946. Deben ser actores y están repasando letra.
De la nada se levantó un
viento que amenazaba volar las sillas de plástico y se embolsaba en las lonas
de las carpas. La arena la encegueció, lo último que vio fue al muchacho de la
cicatriz que la merodeaba. Después arreció la tormenta.
-Agárrese fuerte que se va a
volar- le dijo y desapareció detrás de un médano.
Ana apenas alcanzó a agarrar el bolso antes de
emprender el regreso. Pero el viento la hizo caer y perdió la noción de dónde
estaba el balneario. Caminó a ciegas, le pareció que en círculos. Todo era un
extenso arenal inundado de cangrejos. El viento aullaba tanto como el mar
embravecido. En un momento de calma, Ana vio el cadáver de una ballena y sintió
el fuerte olor a putrefacción.
El bar del balneario no
existía, como ninguna de las construcciones que había visto al salir del hotel.
Sólo el hotel Ostende casi sepultado en la arena que aparecía y desaparecía en
la tormenta. Se cruzó con un hombre con una boina metida hasta los ojos,
antiparras, un saco de guardiamarina y una bufanda tejida a mano. Caminaba
agachado, perdido, desesperado. Como el Humberto Huberman de la novela asoció
Ana.
A tientas, Ana sintió que
deambulaba en un mundo vacío, hecho de arena y viento. La arena ardía en la
cara. Trató de avanzar con los ojos entrecerrados, medio agachada, arrastrando
el bolso. Gritó sabiendo que no había nadie cerca. Se dijo que lo más
conveniente sería quedarse junto a unas matas hasta que pasara la
tormenta. Al fin el viento amainó. Vio
la playa, el mar agitado. Sintió que lo peor había pasado.
Exhausta, casi temblando, cubierta
de arena, encontró la escalera que conducía al bar del balneario. La subió
aparentando cierta dignidad. Las mesas estaban ocupadas por veraneantes que
tomaban gaseosas y sándwiches como en un día normal.
Decidió regresar al hotel.
Ya no tenía ganas de tomar sol ni de hacer caminatas. Se sentía herida y débil. Pensó en una ducha caliente,
en tirarse en la cama para dormir. La puerta del hotel estaba cerrada. Las
persianas de todas las habitaciones bajas. La puerta de la verja con candado.
-Como siempre el Viejo Hotel
cierra en marzo hasta la próxima temporada-dijeron unas mujeres al pasar junto
a Ana.
María Cristina Alonso
Febrero de 2025