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jueves, 31 de diciembre de 2020

"El loco"

 



 

Por Mario Escobar Castex (*)


Dedicado a:

“El caballito Bazán”

 

(En mi pueblo hubo alguien que bien pudo llamarse Bazán o Pérez, -eso no  tiene importancia-, que estará para siempre en mi memoria y en mis ojos de mirar distancias. Para él, éste mi emocionado recuerdo)

 

-Qué solo me he quedado

De mi mismo

De estar solo,

Sin saber si el aire

Es piedra

O mi locura la cordura del pez

O el jabalí.-

 

Y el loco Bazán agregaba: -nací de padre ausente_ En un pueblo como éste, eso es llevar una condena atada a la suela de los zapatos.

Yo lo miraba desde mi tiempo y mi estatura. Aún lo estoy viendo con mis ojos de mirar distancias. Desde aquel balcón en aquella calle polvorienta, cuando Enero quemaba o llorando agosto su pena de neblina o aguacero. El loco Bazán.

Que de recuerdos en tropel se precipitan al evocarme el tiempo su figura y volver a revivir algunos hechos. Por ejemplo aquel, cuando se inauguró la plaza. Primera y única plaza en un pueblo sin plazas.

Entonces hubo himno, pericón y hasta fuegos artificiales, que muy pocos conocían aún, menos Bazán por supuesto.

El pobre loco miraba extasiado ese fuego tan extraño de mil formas y colores y las explosiones de los cohetes en el suave aire de abril. Las interminables piruetas de las llamas eran en sus ojos enormes un calidoscopio multicolor y alucinante, mezcla de curiosidad y miedo. Por eso cuando comenzó a quemarse esa enorme figura humana en lo alto de la pirotecnia fue como demasiado para él. –Así no se mata a un hombre carajo-, gritó. Y la furiosa patada fue directa a una de las rodillas de Fernández, intendente del pueblo muy de corbata y traje oscuro, y con cara de circunstancia.

Los gritos, las patadas y los relinchos de Bazán fueron recordados y comentados durante muchos soles y muchas lunas por toda la gente de ese pueblito pintoresco perdido en la inmensidad de la llanura bonaerense. Porque Bazán, en sus delirios, era muchas cosas. Y entre esas muchas, caballito de trote.




Cuando alguien lo veía pasar trotando y le preguntaba -¿adónde vas, Bazán?-, el respondía: -a buscar al viejo- Porque él buscaba a su padre por el campo, los potreros, los caminos del pueblo, siempre corriendo, relinchando, tirando patadas al aire. Otras veces remontaba multicolores barriletes que les quitaba a los chicos del barrio. Entonces el mundo era vasto y conocido porque decía que sus ojos estaban cosidos con hilos invisibles al papel de aquellos barriletes.

Entonces regresaba por las tardes con sus ropas hechas jirones y con metros y metros de hilo enlazados a su casi etéreo cuerpo de pobre alucinado. También pedaleaba doradas bicicletas por los aires livianos de rubios atardeceres y degustaba deliciosas flores en elegantes banquetes en palacios de mármoles opacos y desflecadas alfombras. A deseos de sus ojos florecían las piedras y guijarros de los campos y rodaban rumorosas las flores por los ríos de plata y cielo. El tiempo se detenía de puro andar por las encrucijadas de todos los caminos. Los barriletes, los trenes, las golondrinas transportaban su frágil cuerpo por los vastos senderos  de su mágico universo, por su mundo sin vallas ni límites.

Un día, acariciando a un perro flaco y triste, dijo súbitamente: -mañana me voy a morir.-

-¿Y vos cómo lo sabes, Bazán?-, preguntó alguien como al descuido.

-Yo lo sé- dijo. Y salió trotando con sus ojos más llenos de paisajes y ausencias que nunca.

Al día siguiente nadie trabajó en el pueblo. Los negocios cerraron sus puertas. La escuela suspendió las clases. La calle principal se llenó de gente. Todos querían estar con Bazán: niños, ancianos, perros.

Había cumplido su promesa de morirse.

Fernández, el intendente, tuvo una idea feliz: pidió que diez caballos con sus respectivos jinetes acompañaran el féretro con los restos de ese caballito tan querido por todos en el pueblo. Además, como tenía veleidades de escritor fue el encargado de despedirlo con algo que decía más o menos así:

 

Remontando barriletes te recuerdo

Con tu mirada perdida allá en el cielo

Y las flores cayendo desmayadas

 bajo el peso tan leve de tu cuerpo.

 

Y recuerdo tu ropa hecha jirones,

Tus sandalias de loco pescador,

Y esos ojos lejanos en el tiempo

Con su mezcla de ausencia y de dolor.

 

¿Qué míticos seres, qué figuras

Vislumbraban tus ojos soñadores

Esas tardes de abril

 cuando el otoño

se poblaba de vientos y de alondras?

¿Qué locas fantasías te creabas

 en el tiempo sin tiempo de tus sueños?

¿Qué formas, que colores se agolpaban

en tu virgen y tan vasto universo?

 

Remontando barriletes te recuerdo

 con las luces del otoño y sus sombras

 mientras tus manos dibujaban espirales

 en tu mundo de vientos y de alondras.

………..



Yo también, pese a los años, te recuerdo caballito.

Asomado ahora a este balcón enorme que es la vida, imaginándote correr libre y feliz por un cielo de estrellas y luceros; barriletes y bicicletas; mamá y papá. Sobre todo papá, a quien tanto buscabas.


 (*) Mario Escobar Castex, nace en Moquehua, Partido de Chivilcoy, Provincia de Buenos Aires, un 1ro de Enero de 1931. De su lugar de origen dijo alguna vez: "Nací en un pueblo pequeño de casas blancas alienadas y calles de tierra, secas y polvorientas, cuando enero quemaba o cubiertas de barro llorando agosto su pena de neblina o aguacero". A los 17 años se instala en Buenos Aires y en 1962 se radica en Estados Unidos, allí colabora en los suplementos de la Opinión y en la Revista Master de la Universidad de California U.C.L.A.

Con su poema "Las horas demoradas", la cadena NBC hace un programa televisivo bilingüe para Navidad con gran repercusión y críticas.

Vuelta la democracia a partir de 1983, Marío vuelve a respirar los aires argentinos llenos de libertad y creación.

Ha obtenido varios premios y distinciones tanto en nuestro país como en el exterior. Es asiduo colaborador de nuestra Biblioteca Popular Madre Teresa de Virrey del Pino.

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