Anuario

El hormiguero lector

domingo, 9 de noviembre de 2025

NOVEDAD: El gato en Plaza de Mayo. Cuento inédito de Manuel Camilo García Burattini

 


Rondaba la hora del pichón cuando me desperté. Los callejones, a veces, son cómodos; este lo sería porque ya era mi tercera siesta. Me levanté con hambre, Tal vez en el parque pudiera haber cardenales rojos. Su sabor es más dulce que el del benteveo y son más raros de encontrar.  Tomé un baño: levanté una pata y empecé a lengüetazos por mi pelo. Lo malo de los callejones es que son sucios y están llenos de tierra. Terminé con la pierna y seguí con la otra hasta que algo empezó a subir por mi garganta y quedó atorado.. Ya sabía lo que era, su forma y composición. Fue horrible, quería expulsarlo. Parecía que la fuerza que hacía para sacarlo era inútil. Tragarlo no era posible, sentía que me imposibilitaba la respiración. Hasta que al final lo logré, vomité y la vi. Una húmeda y mediana bola de pelos grises. Con esto terminó mi baño, me dirigí a la plaza y mientras caminaba en mis cuatro patas, y mi cola se movía, empecé a pensar en el día.

   Salí del callejón y me encontré con mi primer desafío. Lo había visto desde cachorro, aun desde la caja, al piso negro. No era como el resto del suelo. No solo era duro como la  vereda donde caminan los humanos sino que, cuando hacía calor, era mucho más caliente que cualquier otra parte. Pero lo peor es lo que se mueve por ese suelo. Siempre hay muchos de ellos y hacen ruido, son rápidos y si no los ves, no te confíes. La primera vez que aprendí esta verdad fue de cachorro. Desde la caja, con mis hermanos, veíamos el suelo negro con curiosidad pero ninguno se atrevía a salir. Hasta que el primero de la camada lo intentó. Nunca tuvo nombre, pero siempre lo recordaré por la mancha negra en su espalda. Así Mancha se preparó y de un salto salió de la caja. Aterrizó primero en sus patas delanteras y después en las traseras. Nos miró y caminó hasta el borde de la vereda, volvió a echarnos una mirada y con una pata, tocó el suelo negro. A la primera pata le siguió la segunda, la tercera y cuando ya estaba caminando por el suelo empezó a revolcarse por el. Estaba tan feliz que quisimos seguirlo, pero antes de que pudiéramos, aparecieron esos que siempre rondan por el suelo negro. Rápido y echando humo pasaron, y no se detuvieron.  Mancha fue de ahí en adelante tan solo una mancha. Esa fue la primera vez que vi un metal-rueda. Nunca puede uno confiarse si está en el suelo negro porque no sabe cuando podrían aparecer, a veces se detienen pero son los menos. Jamás entenderé por qué los humanos se meten en su interior y los montan. Entonces ahí estaba de frente al suelo negro, como siempre vi a cada lado y me prepare. Nada de un lado, nada del otro. Salté y corrí. No importaba que no estuvieran a la vista, los metal-rueda siempre estaban ahí. Antes de llegar al limite del suelo negro pegue un salto y aterricé en la vereda . Por suerte logré llegar sin cruzarme con ningún metal-rueda, pero había algo raro.

  La plaza estaba vacía, aves había pero humanos no. Desde que vivía en el callejón siempre había habido gente a esa hora; no era raro verlos sentados dando de comer a las palomas, o caminando para meterse en un metal-rueda largo, o recostados en el pasto, o comiendo. Los humanos siempre estaban presentes pero esta vez se hacían notar por su ausencia. Hasta que me di cuenta. En cada extremo de la plaza hay  una casa, una de blanco y otra rosada con rejas. Las rejas siempre están cerradas, solo a veces las abren. Y cuando  aparecen otras rejas más grandes, es porque está a punto de empezar la fiesta. Las fiestas siempre  empezaban  poco después de que aparecieran las rejas. Supe que tenía que apurarme para comer. Camine por la plaza, quería ver qué aves había. Estaban las palomas pero su sabor no es bueno. Uno pensaría que, como siempre son alimentadas por humanos, su sabor sería diferente, más blanda y grasosa en vez de nervios puros. De todos modos, es bueno que estén en caso de no conseguir otras aves. Cerca de la casa de rosado hay unas fuentes, a veces había aves ahí. Mientras me acercaba, pensaba en las fiestas. Nunca son iguales, cambia la gente, la comida, los ruidos y hasta los colores que traen. Siempre cambian excepto por dos cosas:

  1. La casa de blanco siempre termina de otro color, muchas veces con carteles o con fuego a su alrededor.
  2. Aparecen los Botas.

Siempre están, junto con los que celebran jugando, como cuando uno es cachorro. Golpeándolos o alejándose de la de rosado. Muy pocas veces los he visto retroceder, y nunca es por mucho tiempo. Hasta algunas veces los he visto lanzar agua a los que celebran; y ese día no iba a ser la excepción.

   Me acerqué, mientras oía el agua de la fuente, y lo vi. Ese era mi día, o eso pensé en ése momento, por encontrar un cardenal rojo. Me apoyé sobre mis patas traseras, con mis ojos fijos en esa ave, y saque las garras de mis patas delanteras. Salté, y en un parpadeo mis garras se clavaron en el ave, y caí en la fuente. El agua se tiñó de bordo, el cardenal sabía muy bien pero tuve que escupir su cabeza.

  Después de la comida solo quedaba dormir una siesta, así que me dirigí de nuevo a mi callejón. Pero lo oí, el inconfundible chillido que siempre hay antes de las fiestas. Corrí por el parque, salté y mire rápidamente el suelo negro.Seguí corriendo hasta llegar a mi callejón. Me volteé y lo vi.Todos estaban ahí, los de cada festejo, todos ellos. Parecía qué iba a ser una fiesta larga, así que tendría que encontrarme un buen lugar para la siesta.

  Lo intente, y nada: siempre y en todas partes, estaba el constante ruido de los festejantes. Decidí que tenía que volver a ver, y lo que vi fue sorprendente; por primera vez los Botas ya no estaban.

Horas más tarde, las dos casas estaban iluminadas en fuego. La fiesta había terminado. Ya no hubo más.

lunes, 3 de noviembre de 2025

NOVEDAD que llega al Hormiguero... por María Cristina Alonso

 El pejerrey dorado de Patricio Vargas



Guillermo Martínez en su ensayo Once tesis (y antítesis) sobre la escritura de ficción desaconseja a sus alumnos de los cursos de escritura,  no usar la segunda persona por artificiosa ante la elección de un punto de vista narrativo. Claro que, a cada tesis planteada, el autor propone una antítesis, porque en toda escritura siempre es posible rebatir una posición.

En El pejerrey dorado, una breve y hermosa novela de Patricio Vargas, el punto de vista elegido para narrar esta historia es, precisamente, la segunda persona. El chico que han matado en una pelea ahora es una voz que le habla a la madre. “Me encontraron boca abajo en el barro. Boqueaba como un pescado”. Así inicia ese discurso en el que el muerto parece encontrarle un sentido a su breve y mísera vida y es, precisamente, ese uso de la segunda persona que invoca permanentemente a la madre, lo que hace más potente al relato.  

Desde el momento en que el muchacho protagonista es subido a una camilla después de una pelea desigual, deja de ser un cuerpo masacrado para convertirse solo en ojos y voz. “Abrí los ojos cuando me movieron para subirme a la camilla”, cuenta cuando logra sintonizar el murmullo lejano que es su propia voz. Como un pescado que boquea, el narrador rememora sucesos pasados, pero también se instala en el presente para describir los rituales de la propia muerte que lo envuelven. 

Desde entonces, asistiremos a un relato en el que la laguna se convierte en centro del mundo narrado incluyendo la leyenda fabulosa de un pejerrey dorado.

Una voz que construye un territorio, que lo define. Es  la laguna el paisaje donde se despliega el restringido mundo en el que ha transcurrido su vida, con la fauna humana que lo frecuenta, con los sucesos de violencia y desamparo, con el amor y la traición. 

Pescadores, negocios en torno a la pesca, personajes singulares, rústicos y solitarios, cargando historias pesadas y turbias -Ramírez, Solano, Colombo, la madre que se prostituye- son mirados con el devenir de esa voz que ha perdido el cuerpo pero que va y vuelve en el tiempo como “el agua de la laguna que pega contra las piedras o contra el casco de los botes”.

Vargas ha encontrado la música de la laguna y la va ejecutando con morosidad y poesía. Es un mundo brutal pero permeable a ciertos rasgos de ternura. El narrador va y viene de la sala donde lo velan a episodios pasados, a sus pendencias y humillaciones.

El movimiento del agua impulsa el relato, “la corriente va y viene en su incesante oficio, cargada de memorias sobre los hombres y los barcos..”

El chico que narra su experiencia de vida es espectador de la violencia familiar, del comercio sexual de su madre, de la incomprensión de las maestras y de una escuela que baja los brazos cuando se siente vencida para una realidad social que no puede, ni intenta cambiar. La novela registra y desnuda una sociedad de mezquindades miserias y desamparo sin teorizaciones, ni discursos. 

Por momentos el relato parece el de un náufrago que sabe de antemano que todo terminó para él, pero sigue todavía aferrado a una madera para ser testigo de lo que deja. Hay escenas muy logradas: los encuentros con Mío en casa de la tía, los momentos en el refugio del gusano en la plaza del cementerio, los relatos de los pescadores por las noches en la época del pejerrey.

Entre todas las voces que se cruzan convocadas por la voz del narrador -la abuela, el cura, el médico que firma el certificado, el hombre que arregla los cadáveres, la vecina, Ramírez con sus historias de Claribel- aparece, en otro registro, la de los documentales de animales que solía ver el protagonista. Una voz descriptiva que equipara el comportamiento de los animales con el de los hombres.

La novela cierra y deja, en la mano del lector el infinito desamparo de un adolescente que se construye desde el recuerdo, alguien tan desesperado que se compara con los peces cuando la laguna está baja y no tienen comida. “Yo, como ellos -nos dice- era capaz de morder cualquier anzuelo que tuviera cerca.” 



sábado, 1 de noviembre de 2025

Queremos tanto a Julio y por supuesto a las Hormigas que compartimos este breve cuento con todos los lectores





 NO.., NO..., y NO...!!!

El señor Silicoso está completamente loco si se imagina que voy a darle una hormiga. Por el momento no pide más que una, creyendo que va a convencerme con su modestia, pero al principio (el 22 de noviembre por la tarde) pedía mucho más, quería cantidad de hormigueros, legiones de hormigas, prácticamente todas las hormigas. Está loco. No solamente no voy a darle la hormiga sino que tengo la intención de pasearme delante de su casa llevándola conmigo para hacerlo rabiar. Procederé de la manera siguiente: Primero me pondré mi corbata amarilla, y después de haber elegido la más esbelta y vivaz de mis hormigas, la soltaré para que se pasee por la corbata. Habrá así un doble paseo, en el que yo iré y vendré frente a la casa del señor Silicoso y mi hormiga ira y vendrá por mi corbata. ¿He dicho un doble paseo? Más bien una apertura infinita de paseos en espiral, pues si bien la hormiga se pasea por mi corbata, mi corbata se pasea conmigo, la tierra me pasea en torno de la eclíptica, ésta se pasea a lo largo de la galaxia, que se pasea en torno de la estrella Beta del Centauro, y en ese mismo momento el señor Silicoso, que cree estar inmóvil, se asomará al balcón a tiempo para ver a mi hormiga perfectamente dibujada con todas sus patas y sus antenas sobre mi corbata amarilla que le parecerá, pobre hombre, una espada flamígera. Entonces empezará a soltar por boca y nariz una baba semejante al macramé, y su esposa e hijas acudirán para hacerle respirar sales y tenderlo en el canapé del salón. Salón que conozco demasiado bien, después de tantas veladas que he pasado bebiendo té casi frío junto a esa familia ávida de insectos.
Julio Cortázar.
Cuento del libro El último Round – Tomo 2 (1969).
Ilustración de Nancy Fules
@nancyfulesart